lunes, 16 de mayo de 2011

La Isla

A Silvia, que tomó las fotos.

UNO
Conocí La Isla en 1991. Quedé maravillado. Me embrujaron la pureza de su aire, el resplandor de la luz, el sosiego de sus habitantes, la cálida quietud del mar. Pasé un semestre de ese año en un edificio llamado Ocean Village. Le alquilaba el departamento a una venezolana. Mi prima vino a visitarme. No pude evitar deslizarme en su cama. Suave y delicadamente, me invitó a volver a mi cama. La amé, la sigo amando. Un actor vino a visitarme. Mientras yo estaba escribiendo (rumiando un borrador más de mi primera novela), él se fue a la playa y olvidó la llave del edificio y se quedó horas bajo el sol inclemente de La Isla, y cuando por fin fui a buscarlo y lo encontré, estaba rojo, quemado, víctima de una feroz insolación. Sin embargo, sonrió. Lo amé por eso. La memoria es arbitraria. No se elige lo que se recuerda.

DOS
Después de vivir tres años en Georgetown, Washington DC, donde me casé y nació mi hija mayor, nos mudamos a un departamento en La Isla, en el edificio The Sands, el más cercano al mar de toda La Isla. Le alquilaba el séptimo piso a un ecuatoriano que terminó siendo embajador. Era como vivir en alta mar. El eco de las olas mansas rompiendo en la orilla penetraba como un murmullo adormecedor. Allí esperamos con ilusión el nacimiento de mi segunda hija. Nació en el hospital Mercy. Llegó en el verano de 1995. Fuimos felices en ese departamento. Durante el día escribía una novela (Fue ayer y no me acuerdo) y en las noches hacía un programa de televisión en el canal Sur de mi amigo Arturo Delgado. Entrevistaba celebridades. Entrevisté a Shakira, a Enrique Iglesias, a Ricky Martin, a Cristina, a Don Francisco. Amé a Shakira levemente rolliza, traspasada de romanticismo, con su pelo negro natural. Extraño a esa Shakira.

TRES
Una familia feliz, o que intenta ser feliz, merece una casa, o eso es lo que pensé en 1996, y por eso nos mudamos a la casa amarilla, recién construida, en 335 Hampton Lane. Se la alquilaba a unos argentinos. Vivimos allí seis años. Escribo “vivimos” y debo hacer una observación: vivimos juntos hasta que mi esposa decidió volver a Lima con las niñas y yo me quedé llorando su ausencia, buscando el olor de mis hijas en sus cuartos, esperando a que vinieran a visitarme pronto, recordándolas vivamente cada vez que escuchaba ciertas canciones, por ejemplo The Sweetest Thing, de U2, que escuchábamos en la camioneta verde jugando a dar curvas resbalosas al tiempo que mis hijas se deslizaban de un lado a otro en el asiento trasero, riendo y cantando a la vez. Se fueron y aquel fue el año más triste de mi vida, pero por suerte cada tanto volvían y nos metíamos en la piscina y salíamos disfrazados de dálmatas a pedir caramelos en Halloween y yo sentía que ese amor duraría para siempre, que es exactamente lo que siento ahora.

CUATRO
Ciertos contratiempos impensados en el mundo de la televisión (uno nunca está preparado para que le digan estás despedido), me obligaron a imponerme la austera disciplina de escritor que ya había vivido en Georgetown diez años atrás: escribir, sólo escribir, escribir con rabia, como un demente o un alunado, y no hacer televisión, y vivir de mis ahorros. En Georgetown la cruzada literaria duró tres años y diezmó mi cuenta bancaria. Ya en La Isla, los años 2002, 2003 y 2004 me encerré en una casa vieja, amarilla, en la calle Caribbean y me dediqué a escribir triste y furiosamente una novela, El huracán lleva tu nombre, y otra más, Y de repente, un ángel. Mis hijas me visitaban cuando estaban de vacaciones en el colegio de Lima. Fuimos dos veces a Disney, la segunda vez superó ampliamente a la primera. Juramos no volver más. Hemos cumplido. La vieja casa amarilla de Caribbean se la alquilaba a un médico cubano. Quiso vendérmela. Pedía mucho dinero. Decliné. Una vez más, preferí mudarme y alquilar, que era una manera de sentirme libre y liviano y sin ataduras.

CINCO
Tres años dedicados por completo a escribir mermaron considerablemente mis ahorros y me obligaron el 2006 a volver a la televisión. Alquilé entonces una casa en la calle Fernwood, número 668. Se la alquilé a un empresario cubano. Allí escribí El canalla sentimental y El cojo y el loco. Allí me hice adicto a las pastillas. De allí fui manejando de madrugada, todo amarillo, a que me operasen. Allí me recuperé a solas, extrañando con desesperación la morfina. Allí vino a visitarme la policía. Me interrogaron. Querían saber si había hecho el amor en un hotel de Miami con una menor de edad. Habíamos hecho el amor, sí, pero Silvia no era menor de edad, tenía ya 19 años y ahora tiene 22 y es mi esposa y aquella tarde en que fuimos al bar, a la playa y al hotel no la olvidaré nunca. Como no olvidaré la camioneta en la que me dormía manejando y en la que choqué tantas veces, como no olvidaré el auto azul al que dejé estragado, después de incontables accidentes. En la casa de Fernwood no viví cuatro años: sobreviví cuatro años.

SEIS
El año pasado me despidieron de la televisión peruana cuando recién llevaba tres meses viviendo en Lima y soñaba con quedarme en esa ciudad. Pero el destino es un humorista y mi sueño se difuminó. No me despidieron porque el programa tuviese mala sintonía o pobres ventas publicitarias. Me despidieron sabe Dios por qué. De pronto me encontré en Lima, expulsado de la televisión, con mi novia embarazada, con mi ex esposa gritando insultos a mi novia, con una obra en construcción en el edificio vecino que me impedía dormir: el caos puro. Dios tuvo compasión y se apiadó de mí. Me llamaron de Miami y me ofrecieron un programa de televisión. Lo hablé con Silvia y no lo dudamos: si en Lima ningún canal contestaba siquiera mis llamadas, debíamos irnos a Miami y tener al bebé en Miami y darle a mi carrera de televisión (28 años ya) un final algo más digno que la humillación que me infligieron en octubre del año pasado al despedirme por razones que ignoro y prefiero seguir ignorando. Entonces volví a La Isla, volví a La Isla a la que había jurado no volver cuando me fui a vivir en Lima, volví a La Isla y encontré la casa de mis sueños, La Casa Verde, y no dudé en comprarla y recibir en ella a Silvia, y luego Silvia y yo decoramos la casa para darle la mejor bienvenida al mundo a la bella Zoe. Aquí escribo estas líneas, en La Casa Verde. Aquí me quedaré lo que me quede por vivir, eso está claro. Ruego a Dios que Silvia y Zoe me acompañen y que Camila y Paola no tarden en venir a visitarnos y ocupar los cuartos que hemos decorado con amor para ellas. Por fin he encontrado un lugar en el que quiero quedarme. Por fin mi cabeza no me dice que debería estar en otra parte. Veinte años después de conocer La Isla, es aquí donde me ha sido concedida la gracia del amor y el discreto sosiego de la felicidad.

1 comentario:

  1. Se feliz Jaime. Y cuidate mucho, para que veas crecer a tu bebe.Saludos.

    ResponderEliminar