lunes, 2 de mayo de 2011

El misterio de Alma Rossi

UNO
Cuando matas a una persona a la que desprecias y disfrutas del acto mismo de matarla y luego nadie descubre que el asesino eres tú, encuentras una forma de placer inenarrable que te conduce a la adicción, a la necesidad compulsiva de volver a matar a alguien más que también merezca que le interrumpas la vida misérrima, deleznable, a la que se halla aferrado. Yo era un escritor y no un asesino en serie, pero ahora ya no tengo ganas de escribir y solamente tengo unas ganas crecientes de matar, de volver a matar, de seguir matando.

DOS
No se mata por el mero placer de matar. No se mata a un extraño, a un anónimo, a un inocente. No se mata sin una razón, sin una buena razón. Matar a un inocente es un crimen abyecto. Matar sin saber a quién se mata es una miseria moral que envilece y acanalla a quien se rebaja a tal indignidad. Sólo se mata a quien ha hecho méritos para morir. Sólo se mata a quien indudablemente merece morir más allá de la duda razonable o la compasión ante un mamífero de nuestra especie. Sólo se mata, por consiguiente, a quien se odia, y sólo se odia a quien se ha ganado nuestro odio, y sólo se gana nuestro odio quien conscientemente y a sabiendas nos ha hecho daño, nos ha jodido un poco la vida, ha gozado humillándonos, no ha tenido el valor de matarnos pero nos ha hecho un daño tal que nos ha comunicado que con toda seguridad gozaría al enterarse de nuestra muerte. Sólo se mata, pues, a quien se alegraría con nuestra muerte, a quien quisiera matarnos pero no se atreve, a quien quiso matarnos en cierto modo pero no lo consiguió del todo. Sólo se mata al culpable, sólo se mata en legítima defensa, sólo se mata al que sin duda merece morir. Matar a quien ha hecho méritos para morir, o a quien ha hecho esos méritos indudablemente ante nuestros ojos, es entonces un acto de justicia, de redención, de purificación moral, y es también un acto que mejora la especie humana y por tanto mejora el futuro de la humanidad porque libera a nuestra especie de sus peores y más viles homínidos, de los más despreciables bichos humanos, de esas criaturas que nos avergüenzan porque no son demasiado distintas a nosotros o son en apariencia como nosotros.

TRES
Nicola Rossi, hijo de italianos avecindados en Lima, hizo una fortuna como constructor inmobiliario. Se graduó de arquitecto pero no tardó en comprender que el dinero estaba en construir edificios y vender departamentos y a ello se dedicó con tenacidad, ingenio y absoluta falta de escrúpulos para sobornar a cuanta autoridad fuera necesario “romperle la mano” o “lubricarle la mano” para que le fuera expedido el permiso correspondiente. Hijo de un panadero y una costurera que habían huido de la Italia fascista y habían encontrado en Lima una ciudad acogedora para sus limitadas ambiciones, Nicola Rossi supo desde muy joven que primero era el dinero, después venían las mujeres y casi simultáneamente con ellas, el alcohol. Amaba ganar dinero, amaba a las mujeres aun si eran feas, amaba toda clase de bebida alcohólica aun si era barata. Era millonario, borracho y mujeriego y era sobre todo un hombre encantador. Pero el rasgo más conspicuo de su personalidad, o su extravagancia más notable, era una que muy pocos le conocían, y que a su hija Alma Rossi siempre le pareció incomprensible y al mismo tiempo estimable: Nicola Rossi era un lector voraz, insaciable, impenitente, un lector capaz de leerse una novela en un día, un hombre que siempre llevaba un libro consigo y que leía en el auto cuando le manejaba el chofer, en la peluquería, en la oficina mientras esperaba a alguien, ciertamente en su casa cuando se echaba en la cama vestido y con zapatos y corbata y se sumergía en ese otro mundo, el de los libros, que parecía embrujarlo, hipnotizarlo, que parecía interesarle todavía más que el mundo real. Pero no era esto lo que llamaba tanto la atención de Alma Rossi y de quienes mejor lo conocían: era el hecho insólito de que Nicola Rossi, nada más terminar de leer una página, la arrancaba de cuajo y la arrojaba dondequiera que estuviera: por la ventanilla del auto, en el banco donde esperaba a que lo atendieran, en su oficina, en su casa, por donde pasaba Nicola Rossi iba dejando una alfombra o una estela de páginas recién leídas y arrancadas, de modo que no tenía en su casa una biblioteca, no guardaba nunca un libro, libro que leía era libro que tiraba página por página y sin importarle que estuviera tirando esas hojas a la vía pública o al piso de una oficina, agencia bancaria, local comercial o a cualquier rincón de su casa. Su esposa, Nina Rossi, se había resignado ya al hecho incorregible de que Nicola leyera libros para descuadernarlos y dejarlos regados a su paso, y no se daba el trabajo de recoger las páginas que andaba tirando el lector empedernido que era su marido. Pero Alma Rossi, intrigada por esa curiosa manía de su padre, no perdía ocasión de recoger cuanta página pudiera de las que había tirado su padre en la casa o en la vereda cuando salía a caminar por el parque leyendo al mismo tiempo. Fue así como Alma Rossi se hizo adicta a la lectura: leyendo no libros sino páginas de libros que su padre iba dejando tiradas. Y fue así como Alma Rossi comprendió tres cosas: que su padre estaba loco, que todos los libros estaban reunidos en un solo libro o en una sola página y que nada tenía sentido, que todo era un caos y que con seguridad su vida sería un caos también. En cierto modo, Nicola Rossi, sin quererlo, preparó a su hija Alma para el caos que, en efecto, estaba por venir.


CUATRO
No sé ya si quiero seguir matando o si lo que en verdad quiero es matarme. Matar a los que odio es solo una manera de prolongar lo que tarde o temprano acabaré haciendo, que es matarme. No encuentro razones para no matarme. No encuentro razones para seguir viviendo si no puedo vivir con Alma Rossi. Sé que esto sonará cursi y que lo es, pero sólo ella le da sentido a mi vida en este momento, y a ella no le importa mi vida, y entonces a mí tampoco me importa mi vida. El problema es uno de valor o de cobardía. Me da menos miedo (o casi ningún miedo) matar a los que odio que matarme a mí. Me odio, pero mucho menos de lo que odio a los que he venido a matar, mucho menos de lo que odio a Alma Rossi por no amarme. Lo decente sería matarme y dejar en paz a esa mujer. Lo decente sería saltar al vacío de la terraza del Ritz de Santiago. Pero no soy una persona decente, carezco de coraje o de instintos para serlo. Soy una persona miserable, en el sentido de que la miseria que habita en mí es lo que más ha crecido con los años, lo que más he llegado a estimar de mí, lo que más claramente define quién soy. Lo honorable sería matarme y dejar que los otros vivan sus vidas peores. Yo, sin embargo, no sé ya (nunca lo supe, creo) qué es el honor. Sólo sé que nada de lo que anima mis pasos es honorable y que cuando pienso en matarme, pienso enseguida que no es lo justo, que no debo hacerlo todavía, que lo poco de humano que queda en mí me pide matar primero a Alma Rossi, matar al puñado de cretinos chilenos a los que mataré entretanto y con suerte entreteniéndome, y sólo entonces, si acaso, encontraré el valor o la determinación o la serena lucidez para acabar con mi vida. Soy un hombre muerto a pesar de que mi corazón sigue latiendo. Soy un cadáver a pesar de que sigo respirando y andando. Me mató Alma Rossi en el desierto y por eso ahora necesito matarla, porque sólo matándola conseguiré estar con ella para siempre. Si no quiere vivir conmigo o si no quiere verme en modo alguno como parte de su vida, entonces no debe tener vida alguna, no merece seguir viviendo. Lo que ella me ha arrebatado, que es la pasión o la mínima esperanza por seguir vivo aferrándome a unos hábitos placenteros, es lo que, con pleno derecho, siento ahora que tengo que arrebatarle a ella. Que su pasión por seguir viva se encienda sobre la hoguera de mi destrucción y mi desdicha es algo que me resulta completamente intolerable, inhumano. No tengo ya dudas de que Alma Rossi no me ama, nunca me amó, nunca podría amarme, pero lo que más me desespera es la certeza de que tampoco me odia, nunca me odió, no podría rebajarse a odiarme porque lo que ella secamente siente por mí es el viento helado del desprecio, un viento que corroe mis entrañas y me hace llorar sangre, mear sangre, cagar sangre. Debo matarla pronto o matar a alguien pronto porque esta indignidad a la que ella me ha reducido es una sensación que se aproxima peligrosamente a la de sentir un odio visceral ya no solo por ella sino también por mí, por lo despreciable que debo de ser para que Alma Rossi me desprecie como en efecto me desprecia. Es precisamente por eso que tengo que matarla, porque sé que ella tiene razón y porque la certeza de que su desprecio tiene fundamentos éticos y estéticos me convierte en un muerto o en algo peor que un muerto: en alguien que sigue vivo y que quisiera estar muerto pero que no tiene los cojones de matarse y por eso, por cobarde, termina matando a otros. Lo siento, Alma querida, pero, aunque no me creas, te mataré porque te amo.

(Fragmentos de “El misterio de Alma Rossi”, novela escrita por Jaime Bayly y publicada por la Editorial Alfaguara, que salió a la venta el pasado sábado 30 de abril).

1 comentario:

  1. Jaime... Yo también tengo una lista de hijos de puta que ajusticiar... Te felicito por tu obra, me identifique extremadamente con ella. No veo la hora de tener en mis manos la segunda parte...

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