lunes, 31 de enero de 2011

Dicen que estoy loco

“Debes pagar por todo lo que haces en este mundo, de una manera o de otra. Nada es gratis, excepto la gracia de Dios”. 
(Mattie Ross, en True Grit).

Me llaman loco. Si no estuviera loco, no sería escritor. Si no estuviera loco, no insistiría en seguir escribiendo ficciones a sabiendas de que cada vez son menos los que leen novelas en general (y aun menos los que en leen mis novelas en particular). Soy loco y a mucha honra. No quiero ser cuerdo. No quiero ser normal. No quiero ser ordinario. Dejaría de escribir. No escribo (nunca he escrito) por necesidad económica, lo hago (no puedo dejar de hacerlo, es una enfermedad) por mi probada condición de loco genético, incurable.

Me llaman payaso. Tengo la más alta estima por los humoristas. El oficio de payaso es uno noble y, sin embargo, menospreciado. El hombre se pinta la cara y se pone unos zapatos desmesuradamente grandes para hacer reír a los tristes, a los niños, a los que se habían olvidado de reír. Nada es más arduo que hacer reír a la gente en estos tiempos contrariados. Es ciertamente más difícil que escupir diatribas y proferir insultos.

Me llaman drogadicto. La palabra llega cargada de un cierto vitriolo. Me la dicen como una injuria o una procacidad o una expresión desdeñosa. Es cierto, hace años fui adicto a la marihuana, o me gustaba mucho fumarla, no sé si era realmente un adicto, el hecho es que me gustaba fumarla y la fumaba a diario. Es cierto, hace años fui adicto a la cocaína y la dejé solo y sin ayuda o con la ayuda de Dios. A estas alturas de mi vida, siendo un hombre a pocos días de cumplir cuarenta y seis años, no me interesa fumar marihuana ni aspirar cocaína porque cuando lo hago duermo mal (si a duras penas consigo dormir) y al día siguiente quedo reducido a escombros y soy entonces la peor versión de mí mismo. Pero supongo que todos en algún momento hemos necesitado (o todavía necesitamos) evadir la cruel aspereza de la realidad. Algunos la evaden con los libros, las películas, los deportes, las religiones, la televisión o, más recientemente, con el hechizo de las computadoras y su mundo virtual. Otros, tal vez los más vulnerables o sensibles a la sevicia de la realidad, la evaden con sustancias tóxicas, prohibidas, o con drogas legales como el alcohol, la cafeína, los ansiolíticos, los hipnóticos y tantas otras. Pero ¿quién no ha necesitado alguna vez escapar de la chatura que es la vida misma? ¿Quién no ha sido o es dependiente de alguna forma, legal o ilegal, de evadir la realidad y el modo en que ella suele ensañarse con nosotros?

Me llaman suicida. Tengo un gran respeto por el coraje de quienes deciden interrumpir su vida. Es el ejercicio último (y a veces desesperado) de la libertad: decidir si quieres seguir dando la batalla por sobrevivir o prefieres marcharte del escenario que es el gran teatro de la vida ordenando que caiga el telón sobre tus sombras. Nunca digas nunca, nunca digas de esta agua no he de beber: si las circunstancias resultasen propicias, yo podría eventualmente decidir que ya no tiene sentido persistir en el fatigado empeño de seguir vivo. Creo que una persona adulta debería ser libre de decidir si quiere seguir viva o quiere morir, y si quiere morir, creo que es justo y compasivo que pueda hacerlo en condiciones dignas y, en lo posible, exentas de sufrimiento. Por eso respeto a quienes van a una clínica suiza y pagan por morir de un modo discreto, elegante. Pero no soy un suicida. No lo soy al menos en este momento de mi vida. Estoy por ver nacer a mi tercera hija o hijo. Estoy maravillado por ese pequeño milagro. Estoy embriagado de amor y gratitud a los dioses y sus ángeles que me han bendecido con ese obsequio que es una vida nueva que resume el encuentro de dos personas que se quieren y se ríen juntas. Nunca tuve más ganas de seguir viviendo que ahora. Nunca tuve mejores razones para seguir viviendo que ahora. Por eso no podría suicidarme ahora. Porque por fortuna está Silvia a mi lado y porque ella y yo esperamos a nuestro bebé con gran ilusión. Más adelante, nunca se sabe. La vida es ahora. Más adelante es una ficción.

Me llaman loco porque tomo pastillas. Algunos creen que me insultan cuando me llaman desdeñosamente “loco empastillado” (creo que la palabra “empastillado” no existe o no está registrada como tal en el diccionario de la Real Academia Española, pero eso importa poco, pues se entiende lo que quieren decir: que soy una suerte de zombi alunado por los barbitúricos, un demente peligroso que ingiere dosis masivas de sicotrópicos, alguien que vive o malvive aturdido, dopado, perturbado e intoxicado por las pastillas). Es cierto, tomo pastillas. En honor a la verdad, no las tomo para hacerme daño o gobernado por alguna pulsión autodestructiva, las tomo para dormir y sentirme bien. Pero ahora que ha comenzado un nuevo año tomo solo una pastilla para dormir y solo un antidepresivo y he logrado rebajar gradualmente (no sin dolor, no sin convulsiones, no sin espasmos, no sin cierto miedo a que me dé un infarto por hacerlo sin supervisión médica) las pastillas que antes tomaba con absoluto descontrol, lo que bien pudo costarme la vida, pues en aquellos años me quedaba dormido manejando en la autopista (fueron incontables las veces que choqué o estuve a punto de chocar) o sentía que volaba cuando montaba en bicicleta (hasta que fui atropellado y entonces sí que volé) o se me derramaba la bilis y me ponía amarillo. Fue una maquilladora de la televisión de Miami quien me salvó la vida. Ella me aseguró, maquillándome una noche, que estaba tan amarillo que debía ir de inmediato al hospital. Yo no me veía amarillo, pero ella insistió tanto que después del programa de televisión fui al Mercy (el hospital que me quedaba más cerca de casa) y me operaron de inmediato. Ella fue a su casa y su esposo, en un rapto de celos, la mató a balazos. Cuando salí del hospital, mi maquilladora estaba muerta y enterrada y yo seguía vivo y ya no tan amarillo. Nadie muere en la víspera. Nunca sabes cuándo caerán las cortinas sobre ti. En el contexto del tiempo cósmico, somos nada, somos la fracción de un milésimo de segundo, somos menos que nada. Hace millones de años había criaturas vivas en el planeta y no existían los homínidos parlantes que ahora somos. Prevalecían los dinosaurios, o eso dicen los científicos, yo no estuve allí. Había un mundo sin nosotros y con toda seguridad habrá un mundo, otras vidas, sin nosotros. Lo normal no es estar vivos, lo normal es que el planeta siga girando alrededor del sol sin que nosotros existamos en modo alguno. Que estemos vivos ahora mismo es algo extraordinario, algo breve, fugaz. Lo ordinario, lo rutinario, lo que ocurrió por millones de años y ocurrirá por otros millones de años más es que exista vida en el planeta y nosotros no estemos aquí ni probablemente en ninguna otra parte.

Me llaman homosexual en el armario. Me llaman bisexual promiscuo. Me llaman heterosexual que posa de bisexual para ganar dinero. Probablemente soy todas esas cosas y ninguna de ellas. La verdad es que no sé bien lo que soy en el territorio pantanoso e impredecible del deseo. En todo caso, el asunto me parece de una importancia menor, baladí. Lo que una persona adulta hace con sus genitales resulta más o menos irrelevante, siempre que no le haga daño a nadie. Las preferencias sexuales no definen la esencia de una persona. Lo que define su esencia, su identidad, su carácter, el valor de su obra, es lo que lleva en la cabeza y en el corazón, no lo que lleva entre las piernas. Por eso me da igual si mi bebé es hombre o mujer, porque lo que me asombra y entusiasma es asistir por tercera vez a la llegada al mundo de una persona que de alguna manera se originó en mí, no importa su dotación genital. Por lo demás, he aprendido que las mujeres son en promedio más inteligentes que los hombres y ciertamente más nobles y leales y menos cobardes para resistir el dolor, de modo que si me toca una tercera hija, enhorabuena, bienvenida sea.

Me llaman polémico, controvertido, escandaloso, niño terrible o ex niño terrible. Pues la verdad es que ya ni tan niño ni tan terrible: los que me conocen, saben que soy un hombre resignado a su mediocridad y su pereza, un ermitaño y un haragán, un sujeto ensimismado, extraviado en el laberinto de sus fantasías. Pero si decir lo que siento verdadero (y decirlo además en público, rompiendo esa tradición tan nuestra de decir una cosa en privado y otra bien distinta en público, desafiando las leyes de la hipocresía y la duplicidad moral que muchos confunden como señales de buena educación) provoca un cierto escándalo pueblerino y parroquial, si decir la verdad o mi verdad resulta un escándalo para algunos pusilánimes, pues sí, soy escandaloso y a mucha honra.

Díganme loco. Díganme payaso. Díganme drogadicto. Díganme suicida. Díganme homosexual. Díganme escandaloso. Gracias por los elogios inmerecidos.

lunes, 24 de enero de 2011

Claroscuros

Cuando era niño, mi madre solía decirme: En los cuadros más lindos hay luces y hay sombras y para apreciar las luces tienes que saber apreciar las sombras.

Mi madre también solía decirme: Vas a aprender más con los sufrimientos que con los placeres, tienes que aprender a levantarte y a seguir caminando cada vez que te caes.

A estas alturas ya no me cabe duda de que mi madre es una mujer que ha sufrido mucho más que yo y es por eso infinitamente más sabia, noble y generosa que yo.

Cuando era niño, solo quería estar a su lado y nos unía un amor infinito, un amor más grande que el mar. Recuerdo que cuando me dejó a solas el primer día de clases en el colegio, no podía alejarme de ella, no podía dejar de llorar. Pero ella entendía sabiamente que yo tenía que pasar por ese sufrimiento para crecer, para aprender, para ser más fuerte.

Y sobre todo recuerdo que cuando solía quejarme por los desencuentros y las asperezas que solía tener con mi padre, ella era muy noble y jamás hablaba mal de mi padre y repetía algo que entonces me resultaba irritante, pero que ahora vuelve a mí como un eco cargado de sabiduría: Tienes que aprender a querer a tu papi, tienes que aceptarlo como es, porque si no aprendes a querer a tu papi, nunca vas a poder querer a nadie.

Cuánta razón tenía mi madre. Cuán generosa y desprendida y abnegada fue siempre en su amor sin reservas a mi padre y en su amor incondicional a nosotros, sus hijos. Todo en ella estaba orientado a complacer a su esposo y a sus hijos, a servirnos, a darnos amor. Mi madre me enseñó el amor viviéndolo y sufriéndolo y gozándolo, todo a la vez, en su bella y caótica familia, una familia de la que ahora ella (y mi padre, que en paz descanse) deben de sentirse orgullosos, y no porque seamos una familia virtuosa o ejemplar o mejor que una familia cualquiera, sino porque los diez hermanos sentimos, más que amor, respeto y admiración por nuestra madre, y aun ahora, con setenta años, no deja de educarnos en la ternura, en la paciencia y en la nobleza que parecen infinitas en ella.

Estos días he pasado por algunos túneles de los cuales, al salir, al reencontrarme con el fulgor de la luz, he sabido agradecer que aún puedo ver, que todavía sale el sol, he podido apreciar el resplandor de las luces porque me había hundido antes en las tinieblas, he podido disfrutar de la magia del arco-iris porque había sido eclipsado por la sombra pasajera de una nube.

Todo en la vida (las relaciones humanas, las obras de arte, los grandes emprendimientos) parece estar marcado por luces y sombras y es un viaje impredecible por zonas de claroscuros. No todo puede brillar, relucir. Es preciso conocer la oscuridad más descorazonadora para admirar la luminosidad que nos devuelve la fe en la vida, es preciso estar avisados de que el viaje no estará exento de placeres, pero tampoco de accidentes, pesares y sufrimientos, y que no conviene quejarse por estos ni suponer tampoco que aquellos serán todo lo perdurables que quisiéramos.

Al parecer, es sólo gracias a la maldad de ciertas personas que podremos apreciar la bondad de otras, y entonces con suerte nos alejaremos de los que son genéticamente malvados, nocivos, perniciosos (porque tal es su suerte malhadada), para tratar de abrazar a quienes son, en esencia, nobles y buenos. 

De la misma manera que no siempre recorremos dos puntos por el camino más corto, a veces resulta inevitable extraviarnos en los laberintos del amor y las pasiones para, en medio de la desesperación y la rabia por sabernos perdidos, de pronto encontrar la salida, ver la luz al final del túnel y aferrarnos a esas pocas personas buenas, nobles, generosas y desprendidas (ninguna como mi madre) que sólo quieren darnos amor y felicidad en estado puro.

Por eso, paradójicamente, el conocimiento de la maldad nos permitirá, si acaso, el descubrimiento de la bondad. Tal vez no seríamos capaces de apreciar y atesorar la nobleza de una persona si no hubiéramos conocido y padecido la vileza de otra.

Gracias a mi madre, he comprendido que los profesionales de la crueldad nos educan a distinguir mejor a los que cultivan discretamente la amistad y el amor. Gracias a mi madre, he aprendido que la traición de los innobles nos permite reconocer a quienes nos serán siempre leales. Gracias a mi madre, y ya no estando vivo a mi padre, he aprendido a querer a mi padre, a hablarle todos los días, a sentirlo conmigo, a pedirle que proteja a mi chica y a mi bebé y que nos proteja de toda la maldad y la miseria que nos rodea, porque ellas son parte de la condición humana y en cierto modo representan el túnel en el que penetra el tren en que viajamos, para salir luego, si somos afortunados, a devolvernos el paisaje luminoso de un campo floreado.

Gracias a mi madre, creo que ahora sé distinguir mejor a los que me quieren bien de los que me quieren mal. Porque los que odian con más ferocidad quizás no advierten que, en el fondo, están expresándonos su amor de una manera torturada, autodestructiva, pues al parecer no pueden dejar de pensar en nosotros, y ya que no pueden desearnos el bien, nos desean ahora el mal, pero el hecho es que nos desean en un sentido o en otro y no consiguen olvidarnos y que les seamos del todo indiferentes.

Por respeto a mi madre y a la memoria de mi padre (con quien ahora converso como un amigo), por respeto a las mujeres que he amado y sigo amando (aunque ellas por ahora prefieran el silencio, pero yo siempre estaré esperándolas con los brazos abiertos), por respeto a Silvia y al bebé que si Dios quiere nacerá en pocos meses, no debo odiar a nadie, no debo quejarme por el odio o la maldad de nadie, debo entender que esas sombras tal vez me ayudarán a distinguir mejor las luces que guíen mi camino, debo comprender que la miseria de algunos me será útil para advertir la decencia de otros.

Y, sobre todo, debo dar gracias a quien corresponda por las cosas buenas que me han sido dadas (comenzando por el amor de mi madre y terminando por el milagro de una vida que está por llegar) y debo dar gracias también a las cosas que el azar ha querido poner como escollos en mi camino, para que aprenda a caerme, a levantarme, a ser fuerte y saltar más alto, y a sortear aquellos obstáculos que me tumbaron la primera vez, pero que no me dejarán tirado en el suelo, lamentando mi suerte contrariada. No: si algo me enseñó mi madre, que fue una gran amazona, una campeona de saltos ecuestres, es que no debes tenerle miedo a las vallas más elevadas y debes seguir saltando hasta traspasarlas, aun cuando te hayas caído muchas veces. Debes entender (sin quejarte, sin culpar a otros de tus desgracias) que la vida es un recorrido accidentado por un número de obstáculos cada vez más peligrosos, que, si eres valiente, aprenderás a ir sorteando, al mismo tiempo que preservas el aplomo y la sonrisa.

Yo tengo la suerte de ir saltando vallas con mi madre al lado como instructora, y la verdad es que si no fuera por ella, creo que ya no me levantaría más y me rendiría. Pero gracias a ella, encuentro fuerzas para imitarla, para seguirla, para levantarme y seguir saltando y no desmayar, para aprender del dolor y el sufrimiento y para reconocer que en toda experiencia humana, como en toda obra de arte, hay luces y hay sombras, hay desgarros y éxtasis, hay dolores y goces, hay un perpetuo viaje por los claroscuros de la vida.

lunes, 17 de enero de 2011

Tantas casas vacías

A Silvia, por acompañarme.

LIMA, UNO
Llego a Lima y quiero entrar a mi casa pero, al parecer, han cambiado la cerradura. Tengo que contratar a un amable cerrajero. Alguien se ha llevado todo, hasta el bidé y las cortinas y los interruptores de luz. La casa está vacía y me devuelve mi voz en ecos sombríos, la vida familiar y las risas están ahora en otra parte. Han cortado de raíz todas las plantas del jardín, se han ensañado con las enredaderas que crecieron adheridas a la pared y ahora están mustias, secas, muertas. En un cuarto han escrito en letras griegas: “Ocaso en la casa” (no sé leer la lengua griega, pero escribo esas palabras en Google y me aparece la traducción al español de un poema de Homero). Siento orgullo de quien escribió esa frase en la pared de la casa vacía. Aun en la tristeza o la cólera, ella ha encontrado la manera de expresarse con elegancia. Se agradece. Conmueve. 

LIMA, DOS
Llega una carta notarial dirigida a mí. Me comunica que si quiero una copia de las llaves de la cerradura que ha sido cambiada en mi casa, debo ir a pedirlas a una notaría en Santa Anita. Por supuesto, como me siento exhausto y abatido, no voy. Ya el cerrajero hizo bien su trabajo y puedo entrar a mi casa sin pasar por el notario en los arrabales bulliciosos de Santa Anita.

LIMA, TRES
Ninguna de las tres camionetas cubiertas por una espesa capa de polvo funciona en modo alguno. Ninguna prende. No consigo encender el motor por mucho que lo intento. Por lo visto, las baterías han colapsado a pesar de que no son camionetas demasiado antiguas. El chofer y yo pasamos horas tratando de cargar las baterías conectándolas mediante unos cables con la batería de su auto. Es en vano. Las camionetas se rehúsan a salir del coma profundo al que han sido inducidas. Al día siguiente compramos baterías nuevas, lavamos las camionetas (en realidad, las lava generosamente el chofer), actualizamos la hora de los relojes, desactivamos la alarma más chillona y conseguimos resucitar esas tres máquinas que parecían muertas como las plantas mutiladas del jardín. Si no puedes llevarte las plantas, ¿por qué ensañarte con ellas y cortarlas de raíz? No se entiende, las plantas son inocentes.

LIMA, CUATRO
Mi madre luce espléndida, rejuvenecida. Me regala un suéter negro de cachemira que trajo de Londres. Sabe que soy un chico suave y que me pierde la cachemira. Mi madre es una santa. Siempre lo ha sido. Pero ahora es una santa que se ríe de todo y que no para de viajar por el mundo y que hace lo que le da la gana. Eres la reina de Miraflores, le digo. No, me corrige, soy la reina del Perú. Sí, lo eres, le digo. Y como tú no serás presidente, entonces yo seré presidenta, me dice, y nos reímos. No he conocido persona más noble y bondadosa que ella. No lo digo porque sea mi madre: es un hecho. Mi madre trata a Silvia con cariño, con ternura. Le dice: Eres un ángel, Dios te ha mandado para que protejas a Jaime, eres su ángel de la guarda. Yo apruebo dicha afirmación. Sí, es un ángel, digo. Luego pienso: Si Silvia es un ángel, ¿tiene sexo? Porque el debate sobre el sexo de los ángeles no quedó nunca zanjado, que yo sepa. Y Silvia está embarazada. Y si es un ángel, ¿fue impregnada milagrosamente o fui yo pecador quien contaminó su beatífica pureza con mi derrame seminal? En cualquier caso, Silvia es un ángel y en eso estamos de acuerdo mi madre y yo, lo que ya es un buen comienzo. 

LIMA, CINCO
Aeropuerto, seis de la mañana. El oficial de migraciones examina el pasaporte de Silvia, me mira con el ceño fruncido y me pregunta: ¿Tiene permiso para viajar con esta menor de edad? No sé si es un comediante frustrado o un simple cretino más. Le digo: No es menor de edad, tiene veintidós años, la señorita nació en 1988. El sujeto hace un gesto adusto y sigue mirando las hojas del pasaporte de Silvia. En efecto, confirma que es mayor de edad, que lo es hace cuatro años. Sin embargo, no puede reprimir los celos o la envidia o la pura maldad y me pregunta sin aparente espíritu jocoso: ¿Está secuestrando a la señorita? No me hace gracia su insinuación, sobre todo porque la cara del tipo carece de gracia y porque a esa hora cruel uno no está para bromas de esa calaña. No, le digo secamente, yo no secuestro a nadie, no soy secuestrador (aunque luego pienso: todo escritor es, en cierto modo, un secuestrador de la realidad). No contento con eso, el indeseable hojea mi pasaporte y me pregunta: ¿Qué edad tiene usted? Cuarenta y cinco, respondo. Cumplo cuarenta y seis en febrero, añado, aunque bien podría haberme quedado en silencio. Como era previsible, el crápula dice: Caramba, podría ser usted el padre de la señorita. Así es, le digo, resignado. Le llevo veintitrés años, y a los veintitrés ya ejercía mi hombría, de modo que podría ser su padre, como probablemente usted podría ser mi padre, le digo en tono cáustico. El tipo me mira, estampa los sellos de mala gana y nos deja ir. En el fondo, el tonto se muere de envidia, pienso. Ya quisiera ese burócrata apelmazado, cuyo talento más conspicuo es sellar pasaportes, enamorarse de una chica linda como la que me acompaña al avión. 

BUENOS AIRES, SEIS
Esta ciudad ya no es lo que era. Uno se siente inseguro, el peligro acecha en cada esquina. Del departamento se han llevado los equipos de música, la pantalla de plasma, el aire acondicionado, un interruptor de luz, las fotos de mis hijas. Sólo han dejado una cama, unos cuantos libros (escritos por mí, los buenos se los han llevado) y un sillón de cuero que ha quedado rasgado. Si no podían llevarse el sillón, ¿tenían que rasparlo? No se entiende, los sillones son inocentes, no hay que cortarlos o escribir palabras en ellos que prefiero no recordar. Como hice en Lima, contrato a un cerrajero confiable, cambio las llaves y me llevo tres discos: uno de Carla Bruni, uno de Mika (en estos días no hago sino escucharlo cantando suavemente blame it on the girls who know what to do/ blame it on the boys who keep hitting on you/ blame it on your mother for the things she said/ blame it on your father but you know he’s dead/ life could be simple but you never fail to complicate it every single time/ like a baby you´re a stubborn child/ what\s the matter?/ always looking for an axe to grind) y uno del gran Sabina. Cuando los abro en el hotel, están vacíos los tres.

BUENOS AIRES, SIETE
Compro camas, almohadas, sábanas, edredones, lámparas grandes y pequeñas, mesas de noche. De pronto soy un decorador de interiores. Lo que no puedo comprar son las fotos de mis hijas que por desdicha se han llevado y seguramente han roto o echado a la basura. Tenía un cariño especial por esas fotos porque se las tomaron a mis hijas en una fiesta de disfraces el día de Halloween y las dos salían extravagantes, risueñas y divertidas y porque aquellas fotos eran una prueba irrefutable de que en algún tiempo mis hijas y yo fuimos realmente cómplices y amigos.

AVIONES, OCHO
No recuerdo haber volado cuatro horas de Buenos Aires a Lima. No recuerdo haber volado cinco horas de Lima a Miami. Sólo recuerdo que tomé pastillas y más pastillas y que cubrí enteramente mi rostro con una bufanda negra y que en alguno de los dos vuelos una azafata se asustó al verme con el rostro cubierto y pensó que estaba muerto, que me había suicidado o había fallecido víctima de una sobredosis de barbitúricos, y entonces me sacudió con cierta virulencia y me despertó para comprobar que estaba respirando agazapado tras mi chalina para dormir en los aviones. Solo consigo dormir plena y profundamente gracias a los sedantes hipnóticos y a mi disfraz aeronáutico de Michael Jackson. Por favor, no me despierten. Estoy vivo, pero no quiero que vean mi cara de foca roncando. Gracias.

MIAMI, NUEVE
Enero es el mejor mes del año para estar en Miami. Sale el sol y se instala un frío leve, agradable. Uno se entera de que en Nueva York han sufrido tres tormentas de nieve en tres semanas consecutivas y siente que vivir en esta isla a quince minutos del centro de Miami es una bendición. Al llegar, la casa está vacía, no está ella, Silvia, mi musa, mi chica mala. Las camionetas encienden. Nadie ha cortado las plantas de raíz. Nadie se ha llevado nada. Por suerte están las fotos de mis hijas, Dios las bendiga y las proteja. Siento que estoy en casa, que por fin he llegado a casa. Amanece con una brisa fresca que viene del mar. Compro los periódicos. Vuelvo a la rutina placentera de leer el New York Times en su versión impresa, a la antigua. Luego duermo hasta las dos de la tarde. Cuando despierto, me asalta la certeza de que es aquí donde debo estar, donde quiero quedarme. Sin explicarme tan insólita compulsión por la limpieza, saco una escoba y me pongo a barrer las hojas que han caído en el patio. Sabía que meterme a la piscina temperada es un placer, sabía que montar en bicicleta por la isla es un placer, no sabía que barrer las hojas marchitas puede ser un placer cuando sientes que estás barriendo el patio de la casa donde quieres vivir lo que te quede por vivir y en cuyo jardín quieres cavar una discreta fosa donde arrojen tus restos cuando mueras. Ella se encargará de echarle tierra a mi cadáver, sin ataúdes ni predicadores ni gente sollozando. Confío en ella. La espero con impaciencia. Ojalá se anime a venir pronto.

MIAMI, DIEZ
Manejando a una velocidad indebida por la autopista, veo por el espejo el resplandor de la sirena, escucho el ulular de la sirena, detengo la camioneta, enciendo la luz interior, saco los papeles, espero al policía, bajo la ventana. El policía me reconoce. Es un cubano-americano. De pronto sonríe con aire festivo. Me ha reconocido de la televisión. Me dice cosas amables. Me pide que maneje más despacio. Luego añade: Mi mamá y yo no nos perdemos su programa, señor Jaime Baylys. Dios lo bendiga, oficial, le digo. Saludos y larga vida a su mamá, agrego, y me alejo a prudente velocidad, rumbo al canal de televisión que todavía no me ha despedido.

lunes, 10 de enero de 2011

Silencio

UNO
No quiero irme de Miami. No quiero dejar la casa, la piscina temperada, la rutina predecible, la certeza de que después de ver a Letterman me tumbaré a ver una o dos películas. No quiero ir a Lima. Pero debo ir porque debo llevar regalos a mis hijas, a Silvia, al bebé que nacerá en abril, a mi madre, a mis hermanos. Debo ir a Lima pero tengo miedo. Tengo miedo a enfermarme en el avión, a que mis hijas no quieran verme, a que me esperen días tristes, infelices.

DOS
En el vuelo a Lima me resisto a tomar mi ración de pastillas para dormir. Estoy tratando de controlar la dependencia. No puedo dejarlas, pero sí intentar tomar menos. Debo tomar solo una ración para dormir y no una seguidilla de raciones cada vez que despierto o me canso de estar vivo. Si tomo una dosis al despegar, dormiré el vuelo entero, pero al llegar a casa tomaré otra dosis y entonces perderé el modesto avance que ya he logrado, que es tomar apenas una ración cada noche. Bien. Sé fuerte. Resiste. Escribe. Solo escribiendo como un demente, con rabia, conseguirás aguantar esas miserables cinco horas en el avión helado. Se me acaba súbitamente la batería de la computadora, pero una amable mujer uniformada comprende que necesito seguir escribiendo y encuentra un bendito enchufe y eso me salva. Odio los aviones. Los odio mal. A duras penas soporto seguir volando si tengo una computadora conmigo y puedo descargar en ella todo el rencor empozado en mí. Después de tantos y tantos vuelos, he aprendido que hay enchufes para conectar la computadora al lado del asiento. Soy un tonto del culo, está probado. 

TRES
Ya es tarde para reparar el daño que has provocado escribiendo palabras descomedidas que lastimaron a quienes más quieres. Ya es tarde para pedir perdón, para volver a pedir perdón cuando no hay respuesta y todo es silencio. Onetti decía que sólo hay que escribir palabras mejores que el silencio. Yo no sé escribir nada mejor que el silencio y, sin embargo, escribo palabras tóxicas, envenenadas, que estallan como un estruendo brutal en los oídos de las personas que más quiero. Es el rasgo de mi carácter que más deploro y, sin embargo, no consigo eliminar o siquiera atenuar: siempre termino haciendo llorar a las personas que amo, siempre termino escribiendo cosas virulentas que humillan a quienes amo de veras. No sé por qué hago esto una y otra vez. No lo sé y me duele y pido disculpas, pero ya es tarde y las personas agraviadas no están dispuestas a perdonarme tan pronto (o quizá nunca), y ese silencio y esa distancia me hunden en una tristeza entremezclada con un cierto desprecio a mí mismo por haber sido tan idiota como para no recordar lo que decía Onetti: sólo debes publicar lo que es mejor que el silencio. Yo siempre he escrito (y, peor aún, publicado) palabras que dinamitaban el silencio y lo hacían volar en mil pedazos en medio de un fragor vicioso. Yo siempre he empobrecido el silencio, lo he acanallado. Y sabiendo que no puedo mejorar el silencio y que mis palabras harán daño, sin embargo no puedo dejar de escribir y sigo escribiendo con cierto goce perverso, autodestructivo. Y entonces estoy en Lima y las personas que más quiero no tienen ya ganas de verme ni siquiera por Navidad y me hacen saber que les deje los regalos con el portero del edificio. Es el precio que debo pagar por destruir el silencio con palabras insidiosas, crueles, con palabras dictadas por esa rabia creciente que habita en mí y que no encuentro manera de amansar.

CUATRO
Algunos suelen decir: cuando te dan limones, haz limonada. Todos los tristes días en Lima los paso haciendo limonadas que me saben agrias. Trato de aferrarme a las pocas personas que todavía me quieren o que todavía quieren verme, hablarme, darme un regalo o recibir un regalo de mí. Trato de no lastimar a esas pocas, contadas personas que aún no han desertado de mí. No sé qué me haría sin ellas, sin ella. En las noches acaricio la pistola como veía a mi padre acariciar su pistola. Me reconforta saber que si las cosas se van al carajo, como parece ser que algún día se irán irremediablemente, tengo a mano una pistola para hacer justicia, quiero decir para ajusticiarme. De pronto soy un hombre acariciando una pistola. De pronto soy mi padre, entiendo a mi padre, quiero a mi padre, lo echo de menos. Porque una pistola cargada y con el seguro desactivado es una pequeña e incomprendida obra de arte que refulge ante mis ojos embrujados. Lo que aquella pistola me recuerda cada noche es que elijo seguir viviendo, seguir escribiendo. Un hombre no lo es menos por no apretar el gatillo. No debes apretar el gatillo si la promesa de una vida nueva parece ser la señal inequívoca de que aún te esperan algunas peleas por librar, aún te esperan algunos combates en los que estarán en juego tu hombría o tu coraje, si algo de coraje queda en ti. 

CINCO
No importa ya quién comenzó las hostilidades, quién tiene o tenía la razón, quién hizo tal o cual cosa inapropiada. Lo único que importa (y duele) es que ellas ya no están. Y eso, su ausencia, el vacío que han dejado en mí, es triste y doloroso porque sé que yo tengo la culpa de que ellas ya no estén, ya no quieran estar. Tengo el mal presagio de que no van a querer estar un tiempo largo. Tengo que acostumbrarme a vivir sin ellas. No es fácil. Pero nada es fácil. Vivir no es fácil para nadie. Supongo que para ellas tampoco será fácil tener a un padre como yo. Vivir es un oficio arduo, extenuante. Y sin embargo hay que resistir, persistir, sobrevivir. Hay que aguantar a pie firme el mal tiempo, la lluvia inclemente, la tormenta, los truenos y los rayos y el tornado que gira y gira en mi cabeza hasta trastornarme, hay que aguantar la borrasca hasta que escampe y salga el sol. Pero como en Lima no sale el sol, o cuando sale es apenas pálido y grisáceo, tengo que irme cuanto antes porque, una vez más, Lima me está matando, y no quiero apretar el gatillo: mi padre no me lo perdonaría y quiero que el viejo, aunque sea ya tarde, esté orgulloso de mí.

SEIS
Hacía más de un año que no venía a Buenos Aires. Las cosas han cambiado, ciertas amistades se han quebrado. Ya no voy a mi departamento del casco histórico de San Isidro, me trae malos recuerdos. Paso por el edificio, pago los cuentas, saludo al entrañable portero uruguayo y me voy a un hotel. En Buenos Aires sí que sale el sol, y los atardeceres tiñen el cielo de unos matices rosados que me deslumbran, y en los noticieros de la televisión anuncian una lluvia que nunca cae, y pasear por esta ciudad con ella (que nunca había venido), enseñarle los rincones que más quiero, verla comprar cosas que la hacen sonreír, tomar incontables cafés, caminar las viejas calles apacibles, extraviarme en la fantástica demencia argentina, correr de un cine a otro para ver películas europeas que no llegarán a Miami, manejar por la avenida Libertador de madrugada cuando los que se sienten glamorosos se han marchado a las playas uruguayas (Dios los bendiga), sentir que en otra vida fui argentino y quizá por eso cuando vuelvo a Buenos Aires todavía encuentro razones para fatigar el oficio de seguir vivo o de seguir escribiendo (que para el caso es lo mismo, porque no tendría ya sentido vivir si no pudiera escribir, o no toleraría la vulgaridad de recordar mi pasado si no pudiera olvidarlo escribiendo otras vidas que me permitan evadir la miseria que es y ha sido siempre mi vida), todo eso mitiga la tristeza y la amargura y la rabia indomables que vengo arrastrando como un perro cansado desde Lima. De pronto, tomando un café más, leo que Calamaro deja una discreta señal de sus penas de amor cuando evoca lo que quedó escrito en un libro que supo perdurar: “Vive el águila en su nido, el tigre vive en la selva, y el zorro en la cueva ajena, y en su destino inconstante, solo el gaucho vive errante, donde la suerte lo lleva”. Y yo no sé si soy el zorro en cueva ajena o el gaucho errante o ambos, sólo tengo la certeza de que el destino es inconstante y que voy adonde la suerte me lleva.

lunes, 3 de enero de 2011

Los chilenos

Echado en su cama del hotel Ritz, agobiado de ver los programas de bailes simiescos en la televisión chilena, harto de ver los noticieros que hacen alarde de algún mínimo triunfo deportivo de algún chileno en alguna competencia internacional, apelmazado por las noticias espesas de El Mercurio y levemente irritado por el aire arribista y trepador de La Tercera, hastiado en fin del aire chileno enrarecido que respira a la espera de que aparezca su víctima más preciada, esa mujer esquiva y misteriosa, Alma Rossi, que no aparece y que tal vez nunca aparecerá, Javier Garcés piensa que no tiene nada en particular contra los chilenos, pero tiene mucho en general contra los chilenos. No he sido nunca un peruano con fobia a lo chileno, lastrado por el viejo rencor de la guerra perdida, acomplejado porque ellos prosperaron y nosotros seguimos rezagados y debatiendo con aspereza asuntos que ellos ya zanjaron con inteligencia. No soy antichileno, se dice Garcés. Pero estos días en Santiago, unos días en los que ya he matado a dos chilenos con tan exquisita fruición, me han permitido tener una percepción más exacta de lo que son en promedio los chilenos, y me han permitido por tanto sentir que los chilenos naturalmente me caen mal, aunque no tan mal como mis compatriotas, los peruanos. Pero los chilenos me caen mal, esto está claro ahora y no estaba claro antes, cuando solía venir a menudo a Santiago, a Viña, a Cachagua, a Valparaíso, a Zapallar, a presentar mis libros y dar conferencias sosas. Me caen mal porque son falsos, hipócritas, fariseos, taimados. Me caen mal porque simulan ser conservadores cuando son libertinos. Me caen mal porque fingen ser honrados cuando son tan tramposos como los argentinos (sólo que más discretamente). Me caen mal porque son por naturaleza pérfidos, desleales. No puedes creer en ellos. No te dicen nunca lo que están pensando. Te dicen algo retorcido y fraudulento para obtener algún beneficio generalmente monetario. Les gusta demasiado el dinero. Venden a su madre por dinero (yo no vendo a mi madre por dinero porque la amo y porque vivo del dinero de mi madre, que es una razón más para amarla). Son trepadores, arribistas, y lo peor es que han trepado y ya se sienten más arriba que los demás y te miran para abajo. Y si bien han sabido hacer dinero y sobre todo ahorrarlo, esconden dos defectos que me resultan particularmente despreciables: son avaros, tacaños, miserables, son roñosos, son trémulos y cobardes para gastar, guardan la plata por falta de audacia, por pusilánimes, porque piensan en su jubilación, no en darse la gran vida, como los argentinos, que no ahorran un carajo pero se divierten mucho más. Y luego me irrita que los chilenos miren ahora para abajo a sus vecinos sólo por esa sensación de bonanza que los embarga cuando antes debieran mirarse al espejo. Perdón por la franqueza, pero si elijo a un chileno al azar, es feo, es un guiñapo, es un enano contrahecho, es sujeto de facciones como cuchillos afilados, es feo como una patada en los testículos. Y a pesar de eso, se sienten lindos, se sienten regios, se sienten estupendos, se sienten Primer Mundo. Primer Mundo, los cojones. Son sólo una tribu más, una tribu como la argentina, como la peruana, como la uruguaya, sólo que, como les da miedo divertirse y gastar el dinero, como ahorran por instinto conservador, son ahora una tribu pujante que sale a comprar negocios en las tribus vecinas. Pero eso no los hace mejores, los hace más odiosos porque se permiten un aire de superioridad, una mirada condescendiente, y son sólo unos rotos culiaos, con perdón por la ordinariez. No tengo nada contra los chilenos en particular, y tengo amigos chilenos, y conozco a chilenos encantadores en Santiago y en Lima y en Madrid, pero tantos días de reclusión en el Ritz y de minuciosa contemplación de los hábitos y costumbres chilenos me llevan a esta severa conclusión: en general, los chilenos me caen como el culo y cuando los escucho hablar con esa tonadilla tan insoportable me caen aún peor. Prefiero mil veces a los argentinos. Prefiero mil veces a los colombianos. Prefiero cien mil veces a los uruguayos. Los chilenos suelen ser falsos, lambiscones, desleales, buenos para la intriga y el chisme, ensimismados contando sus pesitos revaluados, de pronto orgullosos de la tribu a la que pertenecen porque un tenista gana un puto partido o porque van al mundial de fútbol y vuelven a perder con Brasil, tanto nadar para morir ahogados. Javier Garcés piensa que un chileno promedio es tan feo como un peruano promedio y tan mentiroso como un peruano promedio aunque menos haragán que un peruano promedio, pero eso que algunos encuentran meritorio, el espíritu laborioso y pujante y emprendedor del chileno promedio, es lo que a Garcés le inflama o irrita un tanto los cojones. Porque, se dice Garcés, el chileno no es bueno como amigo, te traiciona casi siempre, y tampoco es bueno como socio, te quiere sacar ventaja casi siempre, y tampoco es bueno para el vicio, porque les sale el pudor y la mojigatería y cada tres calles hay una estatua al fascista santificado de Escrivá de Balaguer. Lo que no sé, piensa Garcés, es si la mujer chilena es buena para culear. Y está claro que, en promedio, una chilena está más buena que una peruana, aunque nunca más buena que una argentina, pero sí he visto estos días en Santiago a no pocas chilenas a las que les empujaría la verga, gustoso. En conclusión, los chilenos me caen como el culo pero me gustaría darle por el culo a una chilena y hacerla mi rota culiá, piensa Garcés, y toma una copa de champagne, y piensa a cuál de sus amigas chilenas debería llamar para invitarla a cenar y tratar de llevársela a la cama. El problema es que todas están casadas, se detiene a pensar. Aunque esto, bien mirado, puede no ser un problema en modo alguno, porque si hay una tribu llena de cornudos es la chilena: hay que ver lo papanatas que son los chilenos para dejarse engañar por sus mujeres, hay que ver lo astutas y mitómanas y putitas que son las ricas chilenas casadas para buscar un buen pedazo de verga fuera de casa, habrá que ir llamando a mis amigas chilenas a ver cuál me presta un rato su culito, piensa Garcés. Chilenos del orto: ¿todo el puto día tienen que estar bailando tonadillas afiebradas brasileras en televisión? Tengo que salir a caminar, piensa Garcés, y seca la copa de champagne y apaga el televisor, harto de esa chusma de putas y maricas y animadores vocingleros y concursos de bailes simiescos. Y después dicen que son alemanes o ingleses estos huevones, piensa Garcés, en el ascensor: los chilenos son tan bárbaros y feos como nosotros los peruanos, basta de hipocresías.

(Fragmento de Morirás Mañana 2, El Misterio de Alma Rossi, novela que será publicada por Alfaguara después del verano y está ambientada en Santiago, Viña del Mar, Reñaca y Zapallar).