lunes, 21 de febrero de 2011

Luna llena

UNO, FARRAH 
La primera mujer que amé fue Farrah Fawcett. Me enamoré de ella viéndola en un televisor en blanco y negro en “Los Ángeles de Charlie”. Le susurré promesas de amor en el baño de la casa de Los Cóndores, al tiempo que contemplaba sus fotos en trance afiebrado. Era un adolescente esmirriado y ella era todo para mí. Debo el descubrimiento de ciertos placeres inconfesables a su belleza. Muchos años más tarde, la encontré aturdida y balbuceante en el programa de Letterman. Era el espectro de la mujer que había amado. No pude seguir viéndola, era demasiado doloroso. Cuando murió, hace un par de años, una parte de mí murió con ella. Fue mi primer amor y, como dicen, el primer amor nunca se olvida.

DOS, ANÓNIMA
No la amé, no pude amarla, no fui capaz de amarla. Los buenos amigos del periódico me llevaron a un burdel, la escogieron para que me iniciara, ella me trató con una cierta (comprensible) impaciencia, no estuve a la altura de las circunstancias, fracasé miserablemente (lo que era previsible, dado el miedo escénico que se apoderó de mí). Le pagué y le pedí que no se lo dijera a nadie. Luego salí y me jacté de unos placeres que no había conocido. Aquel fracaso dejó una herida abierta. Todavía duele.

TRES, ADRIANA 
La conocí en la universidad. Era pálida y ausente. Era refinada y elegante. Leía y sabía de música. Era bella como una esfinge. Me educó en el arte de besar sin premura. No me dejó tocarla donde yo quería. Supo preservar su honor. Era una dama, una doncella. Nuestro lugar preferido para amarnos era el cuarto de música, tumbados lánguidamente sobre la alfombra. Amarnos era besarnos, sólo besarnos. Pero eso bastaba para sentirme un hombre. No tuve tiempo de decirle que vivirá siempre en mi corazón. Nunca es tarde.

CUATRO, DANIELA
Ya no quiere verme. Ya no me ama. Tal vez me odia o me desprecia o, simplemente, me ha olvidado. Pero hubo un tiempo en que nos amamos, de eso estoy seguro. Al menos yo la amé como no había amado a una mujer. Era una mujer y más que una mujer: era mi madre protectora, mi hermana pecaminosa, mi amante intrépida, mi cómplice en cuantas fechorías le propuse. Nunca la olvidaré. Cuando ella sonreía y acariciaba, una luz bienhechora me protegía. Le encantaba bailar. Le encantaba viajar. Le encantaba sentir mis manos en su pelo ensortijado. Le encantaba reírse conmigo. Le encantaba escapar a playas del Caribe. Fueron años leves y felices. Pasamos varios sustos de embarazos que no fueron. Luego ella fue a perderse por el mundo y yo la perseguía siempre y aun ahora la persigo en el laberinto de mi memoria. La recuerdo tan bella y espléndida que tal vez sería mejor no vernos más.

CINCO, MILAGROS
Era la hermana de un amigo que era adicto a la cocaína y ahora lo es a una religión. Era demasiado apetecible para no sucumbir a la tentación de acariciarla. Todo con ella fue clandestino, furtivo, prohibido. Nadie supo nada de lo nuestro, nadie habló nada de lo nuestro. Pero esas noches en que me metía a su cuarto cuando todos dormían y ella me esperaba despierta, esas noches no se olvidan.

SEIS, LA DOCTORA
Se sentó a mi lado en un vuelo transatlántico. Era joven, guapa, altiva, y en sus ojos brillaba una ambición tranquila. Me dijo que era doctora y que vivía en una ciudad lluviosa, Portland. Sólo hablaba en inglés. Procuré ser un caballero, lo que siempre me ha resultado arduo. Me dijo que tomaría el primer tren apenas bajásemos del avión. Por las dudas (caballerosamente), le dejé un papel con el nombre del hotel en que me hospedaría. Le sugerí que me llamase si surgía algún contratiempo. Horas más tarde me hallaba durmiendo en la suite del Wellington, el hotel de los toreros, cuando me despertó el teléfono. Era ella. Había perdido el tren. No tenía dónde descansar. Naturalmente, la invité a dormir en mi habitación. Cuando llegó, le prometí que cada uno dormiría en su cama y que yo no traspasaría esa frontera moral que separaba las camas. Por supuesto, no fui capaz de cumplir la promesa. Nadie durmió. Después del desayuno, se fue a la estación del tren. 

SIETE, GINA
La conocí en una fiesta y me deslumbró. Era guapa y era lista y era ocurrente y cuando reía iluminaba la noche en Madrid. Había leído más libros que yo, había visto más películas que yo, sabía del amor mucho más que yo. Era una mujer melancólica y, sin embargo, valiente. Era una madre tierna y entregada. Era una hija que adoraba a sus padres. Era una escritora genial. Pero era, sobre todo, una lectora voraz y una cinéfila perdida y una amante de las conversaciones infinitas. La amé tan pronto la conocí y seguiré amándola hasta el final de los tiempos. Y ese amor se multiplicó cuando leí hechizado su primera novela. Entonces comprendí que esa mujer era un personaje literario y que todas las palabras que había leído se habían adherido a ella y la habían dotado de una insólita textura literaria que la hacía, a un tiempo, memorable e inmortal.

OCHO, SANDRA
No hay palabras para describir todo lo que la amé y sigo amándola en silencio y a la distancia. Todo el dinero del mundo sería insuficiente para pagarle la incalculable felicidad que me dio. Ella creyó en mí cuando nadie creía en mí. Ella me educó en el peligroso oficio de la paternidad. Ella me enseñó el abismo de la pasión. Un día se cansó de mis promesas, se bajó del barco y me dejó a la deriva. Cada día sin verla será un día incompleto o el recuerdo de una herida que nunca sanará. 

NUEVE, SILVIA
Ahora duerme mientras escribo estas líneas. Duerme aquí a mi lado. Y es aquí a mi lado donde quiero que ella duerma hasta que sea el momento de partir. Espero que ese momento no llegue pronto. Gracias a ella, todavía respiro y me quedo pasmado mirando la luna desde la tumbona de su balcón. No te alejes, por favor. Si me dejas, será la hora del eclipse. Por el momento, hay luna llena. Eres tú.

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