lunes, 14 de febrero de 2011

Casas

UNO, PEZET
Cuando nací me llevaron a un departamento de San Isidro con vistas al campo de golf. Allí viví hasta los siete años. Allí aprendí a montar en bicicleta. Allí escuché a mi padre pelear con los vecinos que organizaban fiestas ruidosas y lanzar tiros al aire para acallarlos. Allí escuché el disparo que se le escapó a mi padre cuando limpiaba sus pistolas, una bala perdida que por suerte sólo rompió el espejo frente al cual se maquillaba mi madre. 

DOS, LOS CÓNDORES
Con dos hermanas mayores y un hermano recién nacido, nos mudamos a la casa de Los Cóndores, una casona a una hora por carretera desde Lima. Era tan grande que no teníamos vecinos y no podíamos ver dónde terminaban los jardines. Es la casa donde más feliz he sido y donde más infeliz he sido. Era feliz cuando jugaba fútbol con mi hermano; era infeliz cuando mi padre me obligaba a recoger las cacas de los perros. Allí aprendí a disparar con mi padre. Teníamos buena puntería. Mi padre tenía un arsenal de armas de fuego en la casa. Una noche entraron a robar y se llevaron toda la platería y nadie despertó, nadie sintió el zumbido de una mosca. Cuando fui a desayunar, advertí que faltaban cosas. Mi padre se pasó semanas buscando a los ladrones en los barrios pobres abajo del cerro, pero creo que nunca los encontró. De esa casa me escapé tres veces cuando tenía trece años. La tercera vez que me fugué, mi madre comprendió que no podía seguir viviendo con ellos y me mandó a vivir con sus padres, don Roberto y doña Josefina, que en paz descansen.

TRES, LAS BEGONIAS
En casa de mis abuelos maternos tenía cuarto propio, televisor, permiso para fumar con mi abuelo, pero no tenía edad suficiente para sacar una licencia de conducir y por eso mis abuelos no me dejaban usar sus autos. Yo había aprendido a manejar furtivamente con mi abuelo. Ciertas noches esperaba a que se durmieran, sacaba las llaves del auto, ponía la palanca de cambios en neutro, lo empujaba una cuadra alejándome de la casa y recién entonces lo encendía (para no despertar a los abuelos) y salía a pasear a ninguna parte. Manejando los autos de mis abuelos me sentí un hombre. 

CUATRO, SALAVERRY
Mis abuelos se mudaron a una casa en la avenida Salaverry. Me dieron el segundo piso, que tenía un cuarto y un baño con vista a la calle. Ya estaba en la universidad. Ya salía en la televisión. Ya me sentía famoso. Gracias a un préstamo generoso del tío Francis pude comprarme un Fiat. Mi abuelo y yo éramos amigos. Mi abuelo leía los diarios con lupa y me contaba sus años de esplendor como hacendado hasta que un dictador militar le robó sus tierras. Fumábamos juntos. En las mañanas salíamos a caminar: mi abuelo despertaba y tenía que salir a caminar, no podía quedarse en la casa. Caminábamos hasta que nos cansábamos y luego nos sentábamos a tomar un café y a mi abuelo se le iban los ojos cada vez que pasaba una señora o una señorita medianamente atractiva.

CINCO, HOTELES
Me fui de casa de mis abuelos cuando tenía veinte años. Dos cosas trastornaron mi vida: me echaron de la televisión peruana y me contrataron en la televisión de un país caribeño. Todos los meses viajaba una semana o dos a Miami y Santo Domingo. Grababa los programas, me pagaban bien y al volver a Lima tenía muchos dólares y más amigos. Por eso me mudé a un buen hotel en Miraflores. Durante cinco años viví en ese hotel. Fueron los años de la marihuana y la cocaína, de los partidos de fútbol y la cervezas con los amigos, de mi primera novia, los años principescos y holgazanes en los que trabajaba medio mes y el otro me drogaba y me acomodaba en una esquina del Nirvana a ver bailar a la gente. Yo no bailaba. Nunca me ha gustado bailar. Lo que me gusta es ver cómo otros bailan.

SEIS, MADRID
Me alejé del Perú jurando que no volvería cuando tenía veinticinco años. Me fui a Madrid y me senté a escribir una novela. Vivía en un departamento en la avenida del Mediterráneo, cerca del Retiro. Supe que estaba en mi destino ser un escritor. Luego me esperaban otras casas y otras camas, pero había encontrado por fin el camino. Mi padre y yo intercambiamos varias cartas. Curiosamente, estaban escritas en inglés. Mi padre me sugería volver a Lima. Yo me negaba, decía que si quería ser escritor tenía que alejarme del Perú. En una fiesta en un piso en la calle Menéndez y Pelayo conocí a una mujer de la que me enamoré. Pudimos haber tenido un hijo. Ella prefirió evitarlo. Ahora lo lamento de veras. Hubiera sido divertido tener un hijo que me hablase como español.

SIETE, BARRANCO
Contrariando mis planes, el destino me llevó de vuelta a Lima. Me refugié en un departamento en la plazuela San Francisco de Barranco. Odiaba al vendedor de balones de gas que me despertaba temprano por las mañanas anunciándose a gritos. Odiaba a los que se casaban todos los fines de semana en la iglesia de la plazuela. Odiaba al vecino que escuchaba música bulliciosa. Un domingo por la noche estaba viendo Los Simpson y salió el japonés anunciando el golpe. Al día siguiente renuncié a la televisión y tomé un vuelo a Miami.

OCHO, GEORGETOWN
Huyendo del golpista y del huracán que asoló Miami, llegué manejando un camión a Washington. Durante un año viví en un apartamento muy viejo al que le crujían los pisos y en el que escuchaba cómo los vecinos hacían el amor. Luego me mudé a un apartamento menos viejo que tenía una claraboya y una chimenea y una vista arbolada desde el segundo piso. No tenía auto. Era peatón. Iba a comprar la comida caminando con una mochila en la que traía de vuelta las cosas. Iba al cine los fines de semana en autobús. Aun cuando caía nieve, corría todas las mañanas. No trabajaba. Escribía. Vivía de mis ahorros. Soñaba con publicar la novela. Mis padres me pedían que no la publicase. Mi tío me escribió una carta manuscrita sugiriéndome que desistiera de publicarla. No les hice caso. Pensaba: si no han leído la novela, ¿por qué se oponen tan tenazmente a ella? Después de escribir todos los días, incluso los domingos, salía a caminar y me sentía bien. 

NUEVE, THE SANDS
Era como estar viviendo en un yate. Era como un edificio que flotaba sobre el mar. Podía escuchar cómo las olas lamían suavemente la arena. Podía ver los cruceros los domingos al atardecer. Podía escuchar las risas de los bañistas, las motos acuáticas, la lluvia y los vientos en las noches de tormenta. Fue un año marítimo. Me sentía como un pirata en un barco a la deriva. Me asomaba a los balcones y les tiraba pedazos de pan a las gaviotas y ellas los capturaban en el aire y luego venía el portero del edificio a decirme que estaba prohibido que hiciera tal cosa. Una mañana desperté y di un alarido al ver al cangrejo más grande que he visto nunca. No sé cómo se había metido a mi barco. Era realmente grande y parecía que quería comerme vivo. Lo espanté a escobazos. Lo empujé a la muerte desde el balcón del séptimo piso. Un pirata noble no hubiera matado a ese cangrejo vicioso.

DIEZ, HAMPTON LANE
Era una casa nueva, amarilla, de dos pisos. Me quedé seis años en ella. Puse papel platino en todos los cuartos del segundo piso para que no entrase la luz. Desde afuera se veía raro. La policía se alarmó y vino a inspeccionar, no encontró nada extraño, a no ser por mí. Escribía en la mesa del comedor, mirando a la piscina. Una tarde estaba bañándome en la piscina y se apareció no sé de dónde una culebra delgada, negra, que se movía velozmente bajo el agua. Salí aterrado. No volví a entrar a la piscina. La culebra desapareció, nunca más la vi. 

ONCE, CARIBBEAN ROAD
Era una casa vieja, amarilla, de un piso. Me quedé allí varios años. Nadie limpiaba nada. Había muchas arañas y hormigas y cucarachas, y en los veranos se metían los mosquitos y a veces hasta las palomas cuando yo estaba en la piscina. No me fastidiaban la suciedad ni los insectos. Me sentía acompañado por las arañas y las cucarachas. No me sentía en modo alguno superior a ellas. Sabía que habían estado en el planeta mucho antes que yo, sabía que ellas seguirían estando después de mi existencia. Una tarde de domingo desperté y encontré a un simpático mapache, el más grande mapache que he visto en la isla, sentado al lado de la piscina. Le grité cosas para espantarlo. No se fue, no se movió, me miró con cierto desdén, por lo visto era un mapache confiado, arrogante. Le arrojé todos los libros que pude. Ninguno le cayó encima, todos pasaron silbando cerca de él, que seguía mirándome con displicencia, no con hostilidad ni con simpatía: la suya era una mirada de lástima y superioridad moral. No me atreví a acercarme al mapache y darle una patada. Lo sentí más valiente y más inteligente que yo, eso estaba claro en su mirada. Cuando me cansé de tirarle libros y gritarle insultos, me rendí y me fui a dormir. Me parecía exagerado llamar a la policía a reportar: Oficial, hay un mapache en mi casa. 

DOCE, FERNWOOD ROAD
Nunca he odiado tanto a un pájaro, nunca he deseado tanto matar a un ave cantarina, nunca le he disparado tantos perdigones a un mismo pájaro gárrulo sin acertarle. Se posaba en el cable de luz frente a mi casa y comenzaba a trinar y gorjear y hacer gorgoritos. No me dejaba dormir ni escribir. Era una pesadilla. Y era rápido y astuto, y apenas le disparaba el primer perdigón con la carabina, escapaba a un árbol frondoso en el que no podía distinguirlo. Me agachaba en el balcón, apoyaba la carabina y esperaba sigilosamente al pájaro cantor para acallarlo. Pero la carabina no tenía mira telescópica y mi pulso ya no era el de antes y cuando disparaba no le daba, jamás le daba. Uno de los dos tenía que irse. Como el pájaro no se fue ni dejó de cantar, me fui yo, dejando la carabina en la casa. Creo que era un ruiseñor.

TRECE, LA CASA VERDE
Es aquí donde quiero quedarme hasta el final. Esta es la estación final, la última casa, la última cama. Es aquí donde he venido a disfrutar del crepúsculo. Insólitamente, llevo un crucifijo conmigo, lo beso a menudo y le hablo a mi padre, que sé que me espera para darme un abrazo.

1 comentario:

  1. Gracias por tanto Jaime, logras llevarme a esa historia y vivirla en carne propia, JGT 👏🏼

    ResponderEliminar