lunes, 7 de marzo de 2011

Dos cojos cojean

Estoy convencido de que la otra noche mi padre me salvó la vida.

Mi padre está muerto hace unos años, pero yo siento que vive en mí.

En efecto, se me aparece a menudo y converso con él como nunca conversamos cuando estaba vivo, es decir conversamos como buenos amigos, sin rencores ni animosidades.

Es curioso: el viejo tuvo que morirse para que pudiésemos ser amigos por fin.

Mi padre y yo fuimos desdichadamente enemigos porque él quería que yo fuese el hijo que no podía ser y porque yo quería que él fuese el padre que no podía ser.

Digamos que él quería tener un hijo distinto a mí y yo, un padre distinto a él, pero ninguno comprendía que eso era imposible, genéticamente imposible.

Por lo visto, estaba escrito en su ADN que él sería un hombre molesto y en el mío, que yo sería un hombrecillo intimidado por él.

Mi padre vivía molesto por razones que yo no entendía y yo vivía asustado porque le tenía pavor a ese hombre grande y molesto.

Yo sentía que mi padre estaba molesto con la vida en general y con mi vida en particular y que mi sola presencia le resultaba irritante e insoportable, aun si mi presencia era silente, y rara vez lo era, porque yo tenía la mala costumbre de ser un niño hablantín que se jactaba de las cosas que sabía, lo que a mi padre lo ponía de muy mal humor.

Yo no podía desaparecer ni ser de otra manera y él no podía levantarse de buen humor porque la vida se había ensañado con él desde muy temprano y por eso tenía buenas razones para estar furioso.

No debe de ser nada fácil volverte cojo cuando eres niño.

No debe de ser nada fácil que tu padre se avergüence de ti porque eres cojo y te esconda en las reuniones familiares.

No debe de ser nada fácil que te manden a un internado porque eres cojo y tu presencia lisiada afea o mancha la atildada foto familiar.

No debió de ser nada fácil para mi padre sentir que, no siendo cojo por su culpa, lo rechazaban por eso y se burlaban de él por su maldita cojera que le impidió ser el militar heroico que siempre soñó ser y que la vida le escamoteó.

Sin darse cuenta, cuando mi padre creció y tuvo a su primer hijo, es decir cuando yo nací, vengó entonces las afrentas y humillaciones que él había sufrido de niño y fue tan duro conmigo como probablemente su padre lo fue con él.

Dicho de otro modo, creo que mi padre sintió que era justo que si él era cojo, yo lo fuese también, tal vez para que él no se sintiera tan solo cojeando, tal vez para sentir que ambos teníamos por fin algo en común.

La diferencia era que yo no rengueaba como él, yo no tenía una pierna más grande que la otra como él, yo no tenía que usar un zapato de taco alto como él para emparejarle la altura, yo no sufrí esa cruel enfermedad que le carcomió un hueso de la pierna y lo volvió cojo para toda la vida.

Yo era cojo del alma y también para toda la vida.

Mi padre era cojo de un pie. Yo arrastraba mi espíritu asustado, quebradizo, malherido. Los dos éramos lisiados del alma. Los dos éramos enemigos encarnizados. Él me hizo la vida imposible porque la suya era ya bastante imposible y yo colaboré no poco para que su vida fuese aún peor.

Colaboré no poco porque envilecí su nombre en el acanallado mundo de la farándula, enlodé su apellido dandy en el burdel de la televisión.

Colaboré no poco porque me rehusé a ser un hombre cabal y me resigné a ser un pelele confundido.

Colaboré no poco porque nunca se imaginó que el famoso de la familia terminaría siendo yo y no él y que cada vez que él dijera su nombre le preguntarían (y a veces con ilusión) si de verdad era mi padre.

Colaboré no poco porque me resistí gallardamente a ser el marino recio que él quería que yo fuese (puesto que su cojera se lo había impedido a él) y prevalecí tozudamente en mi empeño de ser un escritor, oficio que él veía no como un arte sino como un vicio de haraganes mitómanos.

Colaboré no poco porque nunca le permití entrar a ninguna de mis casas.

Colaboré no poco porque cuando él viajaba a Miami, me lo anunciaba para que yo le ofreciera hospedarlo en mi casa, y para su decepción yo le preguntaba secamente en qué hotel vas a quedarte.

Colaboré no poco en hacerle la vida aún peor porque me jacté en público de ciertos rasgos de mi carácter que él encontraba despreciables y yo, más bien extravagantes.

Colaboré no poco en amargarle la vida porque tal vez se me recuerde, si acaso, por haber sido el primer varón en besar a otro varón en imágenes difundidas en cámara lenta y en todos los informativos de la televisión peruana.

Colaboré no poco en agriarle la jodida vida coja siendo todavía más cojo que él y haciendo alarde de mi cojera y convirtiendo mi histriónica cojera de bufón en un negocio altamente rentable.

De modo que si él quería que yo fuese cojo también para sentirse menos solo, creo que no lo defraudé, pues terminé siendo más cojo y más loco que él.

Al menos pudimos despedirnos con un abrazo sentido en el que nos perdonamos tantas iras, tantos desencuentros, tantos agravios.

La otra noche, saliendo del circo de la televisión, manejaba distraído la camioneta y entré en una calle desolada sin advertir que venía un camión a alta velocidad. No tuve tiempo de frenar, simplemente aceleré y me aventuré a cruzar la calle. El camión casi rozó la camioneta, pude ver la cara de pánico del camionero, seguro de que iba a arrollarme y matarme. Milagrosamente, la camioneta esquivó por una fracción de segundo al camión y un viento huracanado la sacudió y casi la tumbó llantas arriba. Fue un momento de terror. Sentí que había perdido una vida, que me quedaba una vida menos. Si el camión me aplastaba, con seguridad era hombre muerto. Me detuve y respiré hondo. Entonces se me apareció mi padre con una sonrisa y me dijo: “Todavía no te toca, hijo. Maneja con cuidado. Yo te cuido desde acá”.

Por eso creo que la otra noche mi padre me salvó la vida.

1 comentario:

  1. Excelente articulo, a veces no comprendemos por que nuestros padres actúan de cierta manera, y es porque ellos fueron educados y tratados así.. Solo queda entenderlos,amarlos y aceptarlos...

    ResponderEliminar