lunes, 10 de enero de 2011

Silencio

UNO
No quiero irme de Miami. No quiero dejar la casa, la piscina temperada, la rutina predecible, la certeza de que después de ver a Letterman me tumbaré a ver una o dos películas. No quiero ir a Lima. Pero debo ir porque debo llevar regalos a mis hijas, a Silvia, al bebé que nacerá en abril, a mi madre, a mis hermanos. Debo ir a Lima pero tengo miedo. Tengo miedo a enfermarme en el avión, a que mis hijas no quieran verme, a que me esperen días tristes, infelices.

DOS
En el vuelo a Lima me resisto a tomar mi ración de pastillas para dormir. Estoy tratando de controlar la dependencia. No puedo dejarlas, pero sí intentar tomar menos. Debo tomar solo una ración para dormir y no una seguidilla de raciones cada vez que despierto o me canso de estar vivo. Si tomo una dosis al despegar, dormiré el vuelo entero, pero al llegar a casa tomaré otra dosis y entonces perderé el modesto avance que ya he logrado, que es tomar apenas una ración cada noche. Bien. Sé fuerte. Resiste. Escribe. Solo escribiendo como un demente, con rabia, conseguirás aguantar esas miserables cinco horas en el avión helado. Se me acaba súbitamente la batería de la computadora, pero una amable mujer uniformada comprende que necesito seguir escribiendo y encuentra un bendito enchufe y eso me salva. Odio los aviones. Los odio mal. A duras penas soporto seguir volando si tengo una computadora conmigo y puedo descargar en ella todo el rencor empozado en mí. Después de tantos y tantos vuelos, he aprendido que hay enchufes para conectar la computadora al lado del asiento. Soy un tonto del culo, está probado. 

TRES
Ya es tarde para reparar el daño que has provocado escribiendo palabras descomedidas que lastimaron a quienes más quieres. Ya es tarde para pedir perdón, para volver a pedir perdón cuando no hay respuesta y todo es silencio. Onetti decía que sólo hay que escribir palabras mejores que el silencio. Yo no sé escribir nada mejor que el silencio y, sin embargo, escribo palabras tóxicas, envenenadas, que estallan como un estruendo brutal en los oídos de las personas que más quiero. Es el rasgo de mi carácter que más deploro y, sin embargo, no consigo eliminar o siquiera atenuar: siempre termino haciendo llorar a las personas que amo, siempre termino escribiendo cosas virulentas que humillan a quienes amo de veras. No sé por qué hago esto una y otra vez. No lo sé y me duele y pido disculpas, pero ya es tarde y las personas agraviadas no están dispuestas a perdonarme tan pronto (o quizá nunca), y ese silencio y esa distancia me hunden en una tristeza entremezclada con un cierto desprecio a mí mismo por haber sido tan idiota como para no recordar lo que decía Onetti: sólo debes publicar lo que es mejor que el silencio. Yo siempre he escrito (y, peor aún, publicado) palabras que dinamitaban el silencio y lo hacían volar en mil pedazos en medio de un fragor vicioso. Yo siempre he empobrecido el silencio, lo he acanallado. Y sabiendo que no puedo mejorar el silencio y que mis palabras harán daño, sin embargo no puedo dejar de escribir y sigo escribiendo con cierto goce perverso, autodestructivo. Y entonces estoy en Lima y las personas que más quiero no tienen ya ganas de verme ni siquiera por Navidad y me hacen saber que les deje los regalos con el portero del edificio. Es el precio que debo pagar por destruir el silencio con palabras insidiosas, crueles, con palabras dictadas por esa rabia creciente que habita en mí y que no encuentro manera de amansar.

CUATRO
Algunos suelen decir: cuando te dan limones, haz limonada. Todos los tristes días en Lima los paso haciendo limonadas que me saben agrias. Trato de aferrarme a las pocas personas que todavía me quieren o que todavía quieren verme, hablarme, darme un regalo o recibir un regalo de mí. Trato de no lastimar a esas pocas, contadas personas que aún no han desertado de mí. No sé qué me haría sin ellas, sin ella. En las noches acaricio la pistola como veía a mi padre acariciar su pistola. Me reconforta saber que si las cosas se van al carajo, como parece ser que algún día se irán irremediablemente, tengo a mano una pistola para hacer justicia, quiero decir para ajusticiarme. De pronto soy un hombre acariciando una pistola. De pronto soy mi padre, entiendo a mi padre, quiero a mi padre, lo echo de menos. Porque una pistola cargada y con el seguro desactivado es una pequeña e incomprendida obra de arte que refulge ante mis ojos embrujados. Lo que aquella pistola me recuerda cada noche es que elijo seguir viviendo, seguir escribiendo. Un hombre no lo es menos por no apretar el gatillo. No debes apretar el gatillo si la promesa de una vida nueva parece ser la señal inequívoca de que aún te esperan algunas peleas por librar, aún te esperan algunos combates en los que estarán en juego tu hombría o tu coraje, si algo de coraje queda en ti. 

CINCO
No importa ya quién comenzó las hostilidades, quién tiene o tenía la razón, quién hizo tal o cual cosa inapropiada. Lo único que importa (y duele) es que ellas ya no están. Y eso, su ausencia, el vacío que han dejado en mí, es triste y doloroso porque sé que yo tengo la culpa de que ellas ya no estén, ya no quieran estar. Tengo el mal presagio de que no van a querer estar un tiempo largo. Tengo que acostumbrarme a vivir sin ellas. No es fácil. Pero nada es fácil. Vivir no es fácil para nadie. Supongo que para ellas tampoco será fácil tener a un padre como yo. Vivir es un oficio arduo, extenuante. Y sin embargo hay que resistir, persistir, sobrevivir. Hay que aguantar a pie firme el mal tiempo, la lluvia inclemente, la tormenta, los truenos y los rayos y el tornado que gira y gira en mi cabeza hasta trastornarme, hay que aguantar la borrasca hasta que escampe y salga el sol. Pero como en Lima no sale el sol, o cuando sale es apenas pálido y grisáceo, tengo que irme cuanto antes porque, una vez más, Lima me está matando, y no quiero apretar el gatillo: mi padre no me lo perdonaría y quiero que el viejo, aunque sea ya tarde, esté orgulloso de mí.

SEIS
Hacía más de un año que no venía a Buenos Aires. Las cosas han cambiado, ciertas amistades se han quebrado. Ya no voy a mi departamento del casco histórico de San Isidro, me trae malos recuerdos. Paso por el edificio, pago los cuentas, saludo al entrañable portero uruguayo y me voy a un hotel. En Buenos Aires sí que sale el sol, y los atardeceres tiñen el cielo de unos matices rosados que me deslumbran, y en los noticieros de la televisión anuncian una lluvia que nunca cae, y pasear por esta ciudad con ella (que nunca había venido), enseñarle los rincones que más quiero, verla comprar cosas que la hacen sonreír, tomar incontables cafés, caminar las viejas calles apacibles, extraviarme en la fantástica demencia argentina, correr de un cine a otro para ver películas europeas que no llegarán a Miami, manejar por la avenida Libertador de madrugada cuando los que se sienten glamorosos se han marchado a las playas uruguayas (Dios los bendiga), sentir que en otra vida fui argentino y quizá por eso cuando vuelvo a Buenos Aires todavía encuentro razones para fatigar el oficio de seguir vivo o de seguir escribiendo (que para el caso es lo mismo, porque no tendría ya sentido vivir si no pudiera escribir, o no toleraría la vulgaridad de recordar mi pasado si no pudiera olvidarlo escribiendo otras vidas que me permitan evadir la miseria que es y ha sido siempre mi vida), todo eso mitiga la tristeza y la amargura y la rabia indomables que vengo arrastrando como un perro cansado desde Lima. De pronto, tomando un café más, leo que Calamaro deja una discreta señal de sus penas de amor cuando evoca lo que quedó escrito en un libro que supo perdurar: “Vive el águila en su nido, el tigre vive en la selva, y el zorro en la cueva ajena, y en su destino inconstante, solo el gaucho vive errante, donde la suerte lo lleva”. Y yo no sé si soy el zorro en cueva ajena o el gaucho errante o ambos, sólo tengo la certeza de que el destino es inconstante y que voy adonde la suerte me lleva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario