A Silvia, por acompañarme.
LIMA, UNO
Llego a Lima y quiero entrar a mi casa pero, al parecer, han cambiado la cerradura. Tengo que contratar a un amable cerrajero. Alguien se ha llevado todo, hasta el bidé y las cortinas y los interruptores de luz. La casa está vacía y me devuelve mi voz en ecos sombríos, la vida familiar y las risas están ahora en otra parte. Han cortado de raíz todas las plantas del jardín, se han ensañado con las enredaderas que crecieron adheridas a la pared y ahora están mustias, secas, muertas. En un cuarto han escrito en letras griegas: “Ocaso en la casa” (no sé leer la lengua griega, pero escribo esas palabras en Google y me aparece la traducción al español de un poema de Homero). Siento orgullo de quien escribió esa frase en la pared de la casa vacía. Aun en la tristeza o la cólera, ella ha encontrado la manera de expresarse con elegancia. Se agradece. Conmueve.
LIMA, DOS
Llega una carta notarial dirigida a mí. Me comunica que si quiero una copia de las llaves de la cerradura que ha sido cambiada en mi casa, debo ir a pedirlas a una notaría en Santa Anita. Por supuesto, como me siento exhausto y abatido, no voy. Ya el cerrajero hizo bien su trabajo y puedo entrar a mi casa sin pasar por el notario en los arrabales bulliciosos de Santa Anita.
LIMA, TRES
Ninguna de las tres camionetas cubiertas por una espesa capa de polvo funciona en modo alguno. Ninguna prende. No consigo encender el motor por mucho que lo intento. Por lo visto, las baterías han colapsado a pesar de que no son camionetas demasiado antiguas. El chofer y yo pasamos horas tratando de cargar las baterías conectándolas mediante unos cables con la batería de su auto. Es en vano. Las camionetas se rehúsan a salir del coma profundo al que han sido inducidas. Al día siguiente compramos baterías nuevas, lavamos las camionetas (en realidad, las lava generosamente el chofer), actualizamos la hora de los relojes, desactivamos la alarma más chillona y conseguimos resucitar esas tres máquinas que parecían muertas como las plantas mutiladas del jardín. Si no puedes llevarte las plantas, ¿por qué ensañarte con ellas y cortarlas de raíz? No se entiende, las plantas son inocentes.
LIMA, CUATRO
Mi madre luce espléndida, rejuvenecida. Me regala un suéter negro de cachemira que trajo de Londres. Sabe que soy un chico suave y que me pierde la cachemira. Mi madre es una santa. Siempre lo ha sido. Pero ahora es una santa que se ríe de todo y que no para de viajar por el mundo y que hace lo que le da la gana. Eres la reina de Miraflores, le digo. No, me corrige, soy la reina del Perú. Sí, lo eres, le digo. Y como tú no serás presidente, entonces yo seré presidenta, me dice, y nos reímos. No he conocido persona más noble y bondadosa que ella. No lo digo porque sea mi madre: es un hecho. Mi madre trata a Silvia con cariño, con ternura. Le dice: Eres un ángel, Dios te ha mandado para que protejas a Jaime, eres su ángel de la guarda. Yo apruebo dicha afirmación. Sí, es un ángel, digo. Luego pienso: Si Silvia es un ángel, ¿tiene sexo? Porque el debate sobre el sexo de los ángeles no quedó nunca zanjado, que yo sepa. Y Silvia está embarazada. Y si es un ángel, ¿fue impregnada milagrosamente o fui yo pecador quien contaminó su beatífica pureza con mi derrame seminal? En cualquier caso, Silvia es un ángel y en eso estamos de acuerdo mi madre y yo, lo que ya es un buen comienzo.
LIMA, CINCO
Aeropuerto, seis de la mañana. El oficial de migraciones examina el pasaporte de Silvia, me mira con el ceño fruncido y me pregunta: ¿Tiene permiso para viajar con esta menor de edad? No sé si es un comediante frustrado o un simple cretino más. Le digo: No es menor de edad, tiene veintidós años, la señorita nació en 1988. El sujeto hace un gesto adusto y sigue mirando las hojas del pasaporte de Silvia. En efecto, confirma que es mayor de edad, que lo es hace cuatro años. Sin embargo, no puede reprimir los celos o la envidia o la pura maldad y me pregunta sin aparente espíritu jocoso: ¿Está secuestrando a la señorita? No me hace gracia su insinuación, sobre todo porque la cara del tipo carece de gracia y porque a esa hora cruel uno no está para bromas de esa calaña. No, le digo secamente, yo no secuestro a nadie, no soy secuestrador (aunque luego pienso: todo escritor es, en cierto modo, un secuestrador de la realidad). No contento con eso, el indeseable hojea mi pasaporte y me pregunta: ¿Qué edad tiene usted? Cuarenta y cinco, respondo. Cumplo cuarenta y seis en febrero, añado, aunque bien podría haberme quedado en silencio. Como era previsible, el crápula dice: Caramba, podría ser usted el padre de la señorita. Así es, le digo, resignado. Le llevo veintitrés años, y a los veintitrés ya ejercía mi hombría, de modo que podría ser su padre, como probablemente usted podría ser mi padre, le digo en tono cáustico. El tipo me mira, estampa los sellos de mala gana y nos deja ir. En el fondo, el tonto se muere de envidia, pienso. Ya quisiera ese burócrata apelmazado, cuyo talento más conspicuo es sellar pasaportes, enamorarse de una chica linda como la que me acompaña al avión.
BUENOS AIRES, SEIS
Esta ciudad ya no es lo que era. Uno se siente inseguro, el peligro acecha en cada esquina. Del departamento se han llevado los equipos de música, la pantalla de plasma, el aire acondicionado, un interruptor de luz, las fotos de mis hijas. Sólo han dejado una cama, unos cuantos libros (escritos por mí, los buenos se los han llevado) y un sillón de cuero que ha quedado rasgado. Si no podían llevarse el sillón, ¿tenían que rasparlo? No se entiende, los sillones son inocentes, no hay que cortarlos o escribir palabras en ellos que prefiero no recordar. Como hice en Lima, contrato a un cerrajero confiable, cambio las llaves y me llevo tres discos: uno de Carla Bruni, uno de Mika (en estos días no hago sino escucharlo cantando suavemente blame it on the girls who know what to do/ blame it on the boys who keep hitting on you/ blame it on your mother for the things she said/ blame it on your father but you know he’s dead/ life could be simple but you never fail to complicate it every single time/ like a baby you´re a stubborn child/ what\s the matter?/ always looking for an axe to grind) y uno del gran Sabina. Cuando los abro en el hotel, están vacíos los tres.
BUENOS AIRES, SIETE
Compro camas, almohadas, sábanas, edredones, lámparas grandes y pequeñas, mesas de noche. De pronto soy un decorador de interiores. Lo que no puedo comprar son las fotos de mis hijas que por desdicha se han llevado y seguramente han roto o echado a la basura. Tenía un cariño especial por esas fotos porque se las tomaron a mis hijas en una fiesta de disfraces el día de Halloween y las dos salían extravagantes, risueñas y divertidas y porque aquellas fotos eran una prueba irrefutable de que en algún tiempo mis hijas y yo fuimos realmente cómplices y amigos.
AVIONES, OCHO
No recuerdo haber volado cuatro horas de Buenos Aires a Lima. No recuerdo haber volado cinco horas de Lima a Miami. Sólo recuerdo que tomé pastillas y más pastillas y que cubrí enteramente mi rostro con una bufanda negra y que en alguno de los dos vuelos una azafata se asustó al verme con el rostro cubierto y pensó que estaba muerto, que me había suicidado o había fallecido víctima de una sobredosis de barbitúricos, y entonces me sacudió con cierta virulencia y me despertó para comprobar que estaba respirando agazapado tras mi chalina para dormir en los aviones. Solo consigo dormir plena y profundamente gracias a los sedantes hipnóticos y a mi disfraz aeronáutico de Michael Jackson. Por favor, no me despierten. Estoy vivo, pero no quiero que vean mi cara de foca roncando. Gracias.
MIAMI, NUEVE
Enero es el mejor mes del año para estar en Miami. Sale el sol y se instala un frío leve, agradable. Uno se entera de que en Nueva York han sufrido tres tormentas de nieve en tres semanas consecutivas y siente que vivir en esta isla a quince minutos del centro de Miami es una bendición. Al llegar, la casa está vacía, no está ella, Silvia, mi musa, mi chica mala. Las camionetas encienden. Nadie ha cortado las plantas de raíz. Nadie se ha llevado nada. Por suerte están las fotos de mis hijas, Dios las bendiga y las proteja. Siento que estoy en casa, que por fin he llegado a casa. Amanece con una brisa fresca que viene del mar. Compro los periódicos. Vuelvo a la rutina placentera de leer el New York Times en su versión impresa, a la antigua. Luego duermo hasta las dos de la tarde. Cuando despierto, me asalta la certeza de que es aquí donde debo estar, donde quiero quedarme. Sin explicarme tan insólita compulsión por la limpieza, saco una escoba y me pongo a barrer las hojas que han caído en el patio. Sabía que meterme a la piscina temperada es un placer, sabía que montar en bicicleta por la isla es un placer, no sabía que barrer las hojas marchitas puede ser un placer cuando sientes que estás barriendo el patio de la casa donde quieres vivir lo que te quede por vivir y en cuyo jardín quieres cavar una discreta fosa donde arrojen tus restos cuando mueras. Ella se encargará de echarle tierra a mi cadáver, sin ataúdes ni predicadores ni gente sollozando. Confío en ella. La espero con impaciencia. Ojalá se anime a venir pronto.
MIAMI, DIEZ
Manejando a una velocidad indebida por la autopista, veo por el espejo el resplandor de la sirena, escucho el ulular de la sirena, detengo la camioneta, enciendo la luz interior, saco los papeles, espero al policía, bajo la ventana. El policía me reconoce. Es un cubano-americano. De pronto sonríe con aire festivo. Me ha reconocido de la televisión. Me dice cosas amables. Me pide que maneje más despacio. Luego añade: Mi mamá y yo no nos perdemos su programa, señor Jaime Baylys. Dios lo bendiga, oficial, le digo. Saludos y larga vida a su mamá, agrego, y me alejo a prudente velocidad, rumbo al canal de televisión que todavía no me ha despedido.
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