Cuando era niño, mi madre solía decirme: En los cuadros más lindos hay luces y hay sombras y para apreciar las luces tienes que saber apreciar las sombras.
Mi madre también solía decirme: Vas a aprender más con los sufrimientos que con los placeres, tienes que aprender a levantarte y a seguir caminando cada vez que te caes.
A estas alturas ya no me cabe duda de que mi madre es una mujer que ha sufrido mucho más que yo y es por eso infinitamente más sabia, noble y generosa que yo.
Cuando era niño, solo quería estar a su lado y nos unía un amor infinito, un amor más grande que el mar. Recuerdo que cuando me dejó a solas el primer día de clases en el colegio, no podía alejarme de ella, no podía dejar de llorar. Pero ella entendía sabiamente que yo tenía que pasar por ese sufrimiento para crecer, para aprender, para ser más fuerte.
Y sobre todo recuerdo que cuando solía quejarme por los desencuentros y las asperezas que solía tener con mi padre, ella era muy noble y jamás hablaba mal de mi padre y repetía algo que entonces me resultaba irritante, pero que ahora vuelve a mí como un eco cargado de sabiduría: Tienes que aprender a querer a tu papi, tienes que aceptarlo como es, porque si no aprendes a querer a tu papi, nunca vas a poder querer a nadie.
Cuánta razón tenía mi madre. Cuán generosa y desprendida y abnegada fue siempre en su amor sin reservas a mi padre y en su amor incondicional a nosotros, sus hijos. Todo en ella estaba orientado a complacer a su esposo y a sus hijos, a servirnos, a darnos amor. Mi madre me enseñó el amor viviéndolo y sufriéndolo y gozándolo, todo a la vez, en su bella y caótica familia, una familia de la que ahora ella (y mi padre, que en paz descanse) deben de sentirse orgullosos, y no porque seamos una familia virtuosa o ejemplar o mejor que una familia cualquiera, sino porque los diez hermanos sentimos, más que amor, respeto y admiración por nuestra madre, y aun ahora, con setenta años, no deja de educarnos en la ternura, en la paciencia y en la nobleza que parecen infinitas en ella.
Estos días he pasado por algunos túneles de los cuales, al salir, al reencontrarme con el fulgor de la luz, he sabido agradecer que aún puedo ver, que todavía sale el sol, he podido apreciar el resplandor de las luces porque me había hundido antes en las tinieblas, he podido disfrutar de la magia del arco-iris porque había sido eclipsado por la sombra pasajera de una nube.
Todo en la vida (las relaciones humanas, las obras de arte, los grandes emprendimientos) parece estar marcado por luces y sombras y es un viaje impredecible por zonas de claroscuros. No todo puede brillar, relucir. Es preciso conocer la oscuridad más descorazonadora para admirar la luminosidad que nos devuelve la fe en la vida, es preciso estar avisados de que el viaje no estará exento de placeres, pero tampoco de accidentes, pesares y sufrimientos, y que no conviene quejarse por estos ni suponer tampoco que aquellos serán todo lo perdurables que quisiéramos.
Al parecer, es sólo gracias a la maldad de ciertas personas que podremos apreciar la bondad de otras, y entonces con suerte nos alejaremos de los que son genéticamente malvados, nocivos, perniciosos (porque tal es su suerte malhadada), para tratar de abrazar a quienes son, en esencia, nobles y buenos.
De la misma manera que no siempre recorremos dos puntos por el camino más corto, a veces resulta inevitable extraviarnos en los laberintos del amor y las pasiones para, en medio de la desesperación y la rabia por sabernos perdidos, de pronto encontrar la salida, ver la luz al final del túnel y aferrarnos a esas pocas personas buenas, nobles, generosas y desprendidas (ninguna como mi madre) que sólo quieren darnos amor y felicidad en estado puro.
Por eso, paradójicamente, el conocimiento de la maldad nos permitirá, si acaso, el descubrimiento de la bondad. Tal vez no seríamos capaces de apreciar y atesorar la nobleza de una persona si no hubiéramos conocido y padecido la vileza de otra.
Gracias a mi madre, he comprendido que los profesionales de la crueldad nos educan a distinguir mejor a los que cultivan discretamente la amistad y el amor. Gracias a mi madre, he aprendido que la traición de los innobles nos permite reconocer a quienes nos serán siempre leales. Gracias a mi madre, y ya no estando vivo a mi padre, he aprendido a querer a mi padre, a hablarle todos los días, a sentirlo conmigo, a pedirle que proteja a mi chica y a mi bebé y que nos proteja de toda la maldad y la miseria que nos rodea, porque ellas son parte de la condición humana y en cierto modo representan el túnel en el que penetra el tren en que viajamos, para salir luego, si somos afortunados, a devolvernos el paisaje luminoso de un campo floreado.
Gracias a mi madre, creo que ahora sé distinguir mejor a los que me quieren bien de los que me quieren mal. Porque los que odian con más ferocidad quizás no advierten que, en el fondo, están expresándonos su amor de una manera torturada, autodestructiva, pues al parecer no pueden dejar de pensar en nosotros, y ya que no pueden desearnos el bien, nos desean ahora el mal, pero el hecho es que nos desean en un sentido o en otro y no consiguen olvidarnos y que les seamos del todo indiferentes.
Por respeto a mi madre y a la memoria de mi padre (con quien ahora converso como un amigo), por respeto a las mujeres que he amado y sigo amando (aunque ellas por ahora prefieran el silencio, pero yo siempre estaré esperándolas con los brazos abiertos), por respeto a Silvia y al bebé que si Dios quiere nacerá en pocos meses, no debo odiar a nadie, no debo quejarme por el odio o la maldad de nadie, debo entender que esas sombras tal vez me ayudarán a distinguir mejor las luces que guíen mi camino, debo comprender que la miseria de algunos me será útil para advertir la decencia de otros.
Y, sobre todo, debo dar gracias a quien corresponda por las cosas buenas que me han sido dadas (comenzando por el amor de mi madre y terminando por el milagro de una vida que está por llegar) y debo dar gracias también a las cosas que el azar ha querido poner como escollos en mi camino, para que aprenda a caerme, a levantarme, a ser fuerte y saltar más alto, y a sortear aquellos obstáculos que me tumbaron la primera vez, pero que no me dejarán tirado en el suelo, lamentando mi suerte contrariada. No: si algo me enseñó mi madre, que fue una gran amazona, una campeona de saltos ecuestres, es que no debes tenerle miedo a las vallas más elevadas y debes seguir saltando hasta traspasarlas, aun cuando te hayas caído muchas veces. Debes entender (sin quejarte, sin culpar a otros de tus desgracias) que la vida es un recorrido accidentado por un número de obstáculos cada vez más peligrosos, que, si eres valiente, aprenderás a ir sorteando, al mismo tiempo que preservas el aplomo y la sonrisa.
Yo tengo la suerte de ir saltando vallas con mi madre al lado como instructora, y la verdad es que si no fuera por ella, creo que ya no me levantaría más y me rendiría. Pero gracias a ella, encuentro fuerzas para imitarla, para seguirla, para levantarme y seguir saltando y no desmayar, para aprender del dolor y el sufrimiento y para reconocer que en toda experiencia humana, como en toda obra de arte, hay luces y hay sombras, hay desgarros y éxtasis, hay dolores y goces, hay un perpetuo viaje por los claroscuros de la vida.
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