“Debes pagar por todo lo que haces en este mundo, de una manera o de otra. Nada es gratis, excepto la gracia de Dios”.
(Mattie Ross, en True Grit).
Me llaman loco. Si no estuviera loco, no sería escritor. Si no estuviera loco, no insistiría en seguir escribiendo ficciones a sabiendas de que cada vez son menos los que leen novelas en general (y aun menos los que en leen mis novelas en particular). Soy loco y a mucha honra. No quiero ser cuerdo. No quiero ser normal. No quiero ser ordinario. Dejaría de escribir. No escribo (nunca he escrito) por necesidad económica, lo hago (no puedo dejar de hacerlo, es una enfermedad) por mi probada condición de loco genético, incurable.
Me llaman payaso. Tengo la más alta estima por los humoristas. El oficio de payaso es uno noble y, sin embargo, menospreciado. El hombre se pinta la cara y se pone unos zapatos desmesuradamente grandes para hacer reír a los tristes, a los niños, a los que se habían olvidado de reír. Nada es más arduo que hacer reír a la gente en estos tiempos contrariados. Es ciertamente más difícil que escupir diatribas y proferir insultos.
Me llaman drogadicto. La palabra llega cargada de un cierto vitriolo. Me la dicen como una injuria o una procacidad o una expresión desdeñosa. Es cierto, hace años fui adicto a la marihuana, o me gustaba mucho fumarla, no sé si era realmente un adicto, el hecho es que me gustaba fumarla y la fumaba a diario. Es cierto, hace años fui adicto a la cocaína y la dejé solo y sin ayuda o con la ayuda de Dios. A estas alturas de mi vida, siendo un hombre a pocos días de cumplir cuarenta y seis años, no me interesa fumar marihuana ni aspirar cocaína porque cuando lo hago duermo mal (si a duras penas consigo dormir) y al día siguiente quedo reducido a escombros y soy entonces la peor versión de mí mismo. Pero supongo que todos en algún momento hemos necesitado (o todavía necesitamos) evadir la cruel aspereza de la realidad. Algunos la evaden con los libros, las películas, los deportes, las religiones, la televisión o, más recientemente, con el hechizo de las computadoras y su mundo virtual. Otros, tal vez los más vulnerables o sensibles a la sevicia de la realidad, la evaden con sustancias tóxicas, prohibidas, o con drogas legales como el alcohol, la cafeína, los ansiolíticos, los hipnóticos y tantas otras. Pero ¿quién no ha necesitado alguna vez escapar de la chatura que es la vida misma? ¿Quién no ha sido o es dependiente de alguna forma, legal o ilegal, de evadir la realidad y el modo en que ella suele ensañarse con nosotros?
Me llaman suicida. Tengo un gran respeto por el coraje de quienes deciden interrumpir su vida. Es el ejercicio último (y a veces desesperado) de la libertad: decidir si quieres seguir dando la batalla por sobrevivir o prefieres marcharte del escenario que es el gran teatro de la vida ordenando que caiga el telón sobre tus sombras. Nunca digas nunca, nunca digas de esta agua no he de beber: si las circunstancias resultasen propicias, yo podría eventualmente decidir que ya no tiene sentido persistir en el fatigado empeño de seguir vivo. Creo que una persona adulta debería ser libre de decidir si quiere seguir viva o quiere morir, y si quiere morir, creo que es justo y compasivo que pueda hacerlo en condiciones dignas y, en lo posible, exentas de sufrimiento. Por eso respeto a quienes van a una clínica suiza y pagan por morir de un modo discreto, elegante. Pero no soy un suicida. No lo soy al menos en este momento de mi vida. Estoy por ver nacer a mi tercera hija o hijo. Estoy maravillado por ese pequeño milagro. Estoy embriagado de amor y gratitud a los dioses y sus ángeles que me han bendecido con ese obsequio que es una vida nueva que resume el encuentro de dos personas que se quieren y se ríen juntas. Nunca tuve más ganas de seguir viviendo que ahora. Nunca tuve mejores razones para seguir viviendo que ahora. Por eso no podría suicidarme ahora. Porque por fortuna está Silvia a mi lado y porque ella y yo esperamos a nuestro bebé con gran ilusión. Más adelante, nunca se sabe. La vida es ahora. Más adelante es una ficción.
Me llaman loco porque tomo pastillas. Algunos creen que me insultan cuando me llaman desdeñosamente “loco empastillado” (creo que la palabra “empastillado” no existe o no está registrada como tal en el diccionario de la Real Academia Española, pero eso importa poco, pues se entiende lo que quieren decir: que soy una suerte de zombi alunado por los barbitúricos, un demente peligroso que ingiere dosis masivas de sicotrópicos, alguien que vive o malvive aturdido, dopado, perturbado e intoxicado por las pastillas). Es cierto, tomo pastillas. En honor a la verdad, no las tomo para hacerme daño o gobernado por alguna pulsión autodestructiva, las tomo para dormir y sentirme bien. Pero ahora que ha comenzado un nuevo año tomo solo una pastilla para dormir y solo un antidepresivo y he logrado rebajar gradualmente (no sin dolor, no sin convulsiones, no sin espasmos, no sin cierto miedo a que me dé un infarto por hacerlo sin supervisión médica) las pastillas que antes tomaba con absoluto descontrol, lo que bien pudo costarme la vida, pues en aquellos años me quedaba dormido manejando en la autopista (fueron incontables las veces que choqué o estuve a punto de chocar) o sentía que volaba cuando montaba en bicicleta (hasta que fui atropellado y entonces sí que volé) o se me derramaba la bilis y me ponía amarillo. Fue una maquilladora de la televisión de Miami quien me salvó la vida. Ella me aseguró, maquillándome una noche, que estaba tan amarillo que debía ir de inmediato al hospital. Yo no me veía amarillo, pero ella insistió tanto que después del programa de televisión fui al Mercy (el hospital que me quedaba más cerca de casa) y me operaron de inmediato. Ella fue a su casa y su esposo, en un rapto de celos, la mató a balazos. Cuando salí del hospital, mi maquilladora estaba muerta y enterrada y yo seguía vivo y ya no tan amarillo. Nadie muere en la víspera. Nunca sabes cuándo caerán las cortinas sobre ti. En el contexto del tiempo cósmico, somos nada, somos la fracción de un milésimo de segundo, somos menos que nada. Hace millones de años había criaturas vivas en el planeta y no existían los homínidos parlantes que ahora somos. Prevalecían los dinosaurios, o eso dicen los científicos, yo no estuve allí. Había un mundo sin nosotros y con toda seguridad habrá un mundo, otras vidas, sin nosotros. Lo normal no es estar vivos, lo normal es que el planeta siga girando alrededor del sol sin que nosotros existamos en modo alguno. Que estemos vivos ahora mismo es algo extraordinario, algo breve, fugaz. Lo ordinario, lo rutinario, lo que ocurrió por millones de años y ocurrirá por otros millones de años más es que exista vida en el planeta y nosotros no estemos aquí ni probablemente en ninguna otra parte.
Me llaman homosexual en el armario. Me llaman bisexual promiscuo. Me llaman heterosexual que posa de bisexual para ganar dinero. Probablemente soy todas esas cosas y ninguna de ellas. La verdad es que no sé bien lo que soy en el territorio pantanoso e impredecible del deseo. En todo caso, el asunto me parece de una importancia menor, baladí. Lo que una persona adulta hace con sus genitales resulta más o menos irrelevante, siempre que no le haga daño a nadie. Las preferencias sexuales no definen la esencia de una persona. Lo que define su esencia, su identidad, su carácter, el valor de su obra, es lo que lleva en la cabeza y en el corazón, no lo que lleva entre las piernas. Por eso me da igual si mi bebé es hombre o mujer, porque lo que me asombra y entusiasma es asistir por tercera vez a la llegada al mundo de una persona que de alguna manera se originó en mí, no importa su dotación genital. Por lo demás, he aprendido que las mujeres son en promedio más inteligentes que los hombres y ciertamente más nobles y leales y menos cobardes para resistir el dolor, de modo que si me toca una tercera hija, enhorabuena, bienvenida sea.
Me llaman polémico, controvertido, escandaloso, niño terrible o ex niño terrible. Pues la verdad es que ya ni tan niño ni tan terrible: los que me conocen, saben que soy un hombre resignado a su mediocridad y su pereza, un ermitaño y un haragán, un sujeto ensimismado, extraviado en el laberinto de sus fantasías. Pero si decir lo que siento verdadero (y decirlo además en público, rompiendo esa tradición tan nuestra de decir una cosa en privado y otra bien distinta en público, desafiando las leyes de la hipocresía y la duplicidad moral que muchos confunden como señales de buena educación) provoca un cierto escándalo pueblerino y parroquial, si decir la verdad o mi verdad resulta un escándalo para algunos pusilánimes, pues sí, soy escandaloso y a mucha honra.
Díganme loco. Díganme payaso. Díganme drogadicto. Díganme suicida. Díganme homosexual. Díganme escandaloso. Gracias por los elogios inmerecidos.
Dios mio lo más lindo que eh leído
ResponderEliminarQue hermoso*-*
ResponderEliminares bellisimo
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