Es nochebuena y estoy en un avión tomando vino blanco y café y comiendo chocolate y la cabina está vacía y el tripulante, que es un encanto, me trae más café y más vino y más chocolate, todo lo cual me hará algún daño hepático, pero es nochebuena y supongo que hay que celebrar.
Lo que hay que celebrar, me digo, no es que me encuentre en un avión desolado en nochebuena rumbo a Lima, la ciudad a la que nunca quiero volver y siempre acabo volviendo; lo que hay que celebrar, si algo hemos de celebrar con vino y café, es que este ha sido un año mágico para mí (si por magia entendemos que el azar se ha conjurado para favorecerme sin que yo lo esperase ni lo mereciera).
Sin duda ninguna (y yo no soy hombre de repudiar la duda), este año que se extingue ha sido extraordinario para mí, y lo ha sido principalmente porque he sido testigo de un número de accidentes que propicié sin querer y que acabaron teniendo un efecto benéfico en mi salud física y mental, que se hallaba, antes de la suma de dichos accidentes o colisiones conmigo mismo, bastante peor de lo que se encuentra ahora.
El primer evento azaroso y el más importante del año ocurrió cuando una amiga de curiosa perspicacia y espíritu aventurero me contó que se encontraba embarazada de mí. Desde luego, el embarazo no fue planeado por ella ni mucho menos por mí, y sin embargo nos llenó de una alegría que no cesa y se ha multiplicado con los meses. La desconcertante certeza de que seré padre a mi avanzada edad me ha devuelto un cierto espíritu risueño y me ha colmado de una felicidad completamente inesperada a mis años ya otoñales.
El segundo accidente que en principio pareció humillante y descorazonador para mí, pero que acabó siendo sorprendentemente benéfico y saludable, fue que, a pesar de que me esmeraba por hacer bien mi trabajo (si a salir en la televisión se le puede llamar un trabajo), fui despedido de un canal de la televisión peruana y ningún otro canal de ese país mostró interés alguno en contratarme (más bien, todos los canales mostraron un vivo interés en no contratarme). Mi primera reacción fue de tristeza y decepción, pues a nadie le gusta que lo despidan y menos cuando siente que está haciendo un trabajo bueno o al menos decoroso.
El tercer hecho fortuito que vino a perturbar el precario orden que había encontrado en Lima fue que la casa vecina al edificio en el que yo vivía fue demolida en un santiamén, como si hubiera sido arrasada por un huracán o un tornado, y, sin previo aviso, comenzaron a construir un edificio desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, detestable emprendimiento inmobiliario que resultó tan insoportablemente ruidoso que me obligó a escapar del apartamento en que malvivía para correr a pedir refugio en el apartamento de mi amiga embarazada, que tuvo la nobleza de acogerme con hospitalidad cuando yo me había quedado sin trabajo y sin casa.
Fue entonces, lamiéndome las heridas, cuando, otra vez la oportuna y sospechosa intervención del azar, me llamaron de la televisión de Miami y me ofrecieron un programa como el que siempre quise hacer en los Estados Unidos, el país del que elegí ser ciudadano; es decir, un programa de entrevistas caóticas sobre todo y sobre nada, un programa diseñado para hacer reír al público, un programa impregnado del aire fresco que trae el humor y de una inevitable cuota de cinismo que permita sobrevivir al espanto del maquillaje de todas las noches.
No fue una decisión fácil volver a la televisión de Miami, porque mi amiga y yo nos habíamos ilusionado con que el bebé naciera en Lima y yo quería respetar mi promesa de quedarme un año en Lima sin subirme a un avión, y porque la idea de tomarme un sabático de la televisión y dedicarme sólo a escribir ficciones resultaba a ratos tentadora (sobre todo, cuando fumaba un poco de hierbabuena). Pero el bebé me susurró al oído una noche (estoy seguro de haberlo soñado) que debía tomar el avión a Miami, que el futuro luminoso estaba allá, en esa isla donde he escrito casi todas mis novelas. No dudé en seguir su consejo: suerte la mía. Pues, en efecto, los duendes de la fortuna se alinearon o conspiraron para que firmase un buen contrato, me instalase en una casa de aquella isla que ya siento un poco como si fuera mía (la casa donde quiero vivir el resto de mi vida) y volviese a la televisión de Estados Unidos, cuyo público me recibió con un cariño que no merezco y de veras me conmueve.
Ahora que el avión comienza a descender tembloroso sobre los arrabales y los páramos polvorientos de ese berenjenal entrañable que llamamos Lima, me siento un hombre afortunado, pues mi vida ha cambiado radicalmente y para bien estos últimos meses: he sido premiado, sin merecerlo, con el amor, la paternidad, una cierta armonía que creía perdida y una desusada ilusión por reencontrarme conmigo mismo cada día.
Doy gracias a quien corresponda por haberme recordado que estar vivo es un evento fantástico que debo celebrar cada día y sobre todo cada noche, tumbado en una perezosa al lado de la piscina temperada a noventa y siete grados F, mirando la luna y contando las estrellas y hablándole al bebé que tal vez me escucha a lo lejos, el milagroso bebé que me guía y me salvó de la tormenta y me llevó a esa isla donde de pronto encontré algo parecido a la paz o la felicidad, una felicidad que espero compartir con mi chica y mi bebé.
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