Originalmente, yo no quería ser padre.
Cuando digo originalmente, quiero decir cuando tenía veinticinco años y Sandra quedó embarazada de mí.
Alegué con vehemencia ante ella que si quería ser escritor, no podía tener hijos.
Sandra me obligó a ser padre y me demostró lo estúpido y cobarde que yo era entonces y descubrí que por supuesto era posible ser escritor y tener hijos.
No fueron hijos, fueron hijas. Sandra me dio dos hijas y me acostumbré a amarlas tan pronto como nacieron. No fue un esfuerzo amarlas. Las amé por puro instinto, porque era lo natural, como creo que ellas me amaron a mí.
No me impuse límites en el amor que les di porque recordaba con tristeza los límites que mis padres me impusieron de niño y porque creía y sigo creyendo que nunca se puede amar demasiado y que a tus hijos tienes que amarlos sin medidas ni reservas y que nunca es bueno dejarlos llorar hasta que se cansen de llorar, como escuchaba decir a mis padres cuando era niño y seguían llegando bebés a la casa; yo pensaba y sigo pensando que siempre es mejor prestarle atención y darle amor al bebé o al niño que llora y darle aquello que pide aun si no lo merece o lo necesita, pero si dárselo le dará una sonrisa, pues hay que dárselo.
Esa fue mi filosofía como padre durante diecisiete años: nunca las hagas llorar, siempre que puedas hazlas reír, dales lo que te pidan aunque no lo merezcan y dales todo el amor que sientas por ellas y no les impongas reglas o recortes a su libertad en nombre de la disciplina, ya la vida se encargará de imponerles las reglas y los recortes a su libertad, no seas tú quien juegue ese papel de comisario o censor, tú sé el papá payaso que las hace reír y las complace en todo.
Ahora me dicen que por eso tengo la culpa de que mis hijas sean como son: seguras de sí mismas, fuertes, con amor propio. Ahora me dicen que les di tanto amor y las engreí tanto que por eso saben bien lo que quieren.
El problema es que ahora están seguras de que lo que quieren es no verme más.
Entonces me dicen que yo tengo la culpa porque las engreí demasiado. No comparto esa idea. No se puede amar demasiado. Se ama todo lo que se ama porque el instinto te dicta amar. Y así fue siempre con mis hijas. Hasta que ellas se molestaron conmigo porque entró otra mujer a mi vida, y por consiguiente a sus vidas, y porque dejé embarazada a esa mujer y entonces supongo que ellas se sintieron invadidas, agredidas, atropelladas por esa mujer que venía a competir con ellas o a desplazarlas como las únicas mujeres que gobernaban mi vida, y su instinto adolescente (es comprensible, supongo) fue odiar a esa mujer y por extensión odiarme a mí, y aunque no hice nada para merecer que me odiasen, sólo enamorarme de otra mujer, ellas seguramente sintieron que ya no eran las únicas mujeres que gobernaban mi vida y se molestaron con la mujer que dejé embarazada y sobre todo se molestaron conmigo y me lo hicieron saber porque yo las eduqué en que me dijeran siempre lo que sentían y en que no me tuvieran miedo.
Pero cuando las eduqué en eso, en decirme la verdad sin tenerme miedo, no me imaginé que, después de diecisiete años de amor sin interrupciones, de pronto un mal día me dirían: No queremos verte más, desaparece de nuestras vidas.
No me lo dijeron, me lo escribieron: Desaparece de mi vida.
Fue duro leer eso. No estaba preparado en modo alguno para que mis mejores amigas me dijeran eso. Porque sentí que no era una pose ni un exabrupto, sentí que de veras no querían verme por un buen tiempo. Y sentí que cuando me decían desaparece de mi vida estaban diciéndome simplemente desaparece, es decir: si quieres, muérete.
Y yo sé que no me queda mucha vida y que en efecto voy a desaparecer de sus vidas y de la mía, pero no estaba preparado para que mis hijas me ordenaran que desapareciera así, tan de pronto.
Pero ahora debo desaparecer y no quiero desaparecer porque las extraño y pienso en ellas y les escribo y no contestan, y estar viviendo en esta isla en la que vivimos tanto tiempo juntos me trae demasiados recuerdos de ellas que, joder, a veces me hacen llorar. Pero lloro solo y en silencio y sin hacer dramas y simplemente cambio la canción que evocó el recuerdo hiriente o evito la calle que trajo a mi memoria aquella noche cuando salimos disfrazados a pedir caramelos.
No es fácil dejar de amar a quienes has amado los últimos diecisiete años y a quienes sigues amando a pesar de que ellas al parecer ya no quieren amarte o ya no te aman o están haciendo un esfuerzo por dejar de amarte. Yo no quiero hacer ese esfuerzo. Yo quiero esforzarme por seguir amándolas y por reanudar la complicidad que nos unía. Pero no es fácil. No es fácil porque no hay respuesta. No es fácil porque son orgullosas y rencorosas como yo. No es fácil porque su madre no sé si ayuda. No es fácil porque la mujer a la que amo y el bebé al que amo están en mi vida y no quiero que dejen de estarlo para, a cambio de esa ausencia que no podría tolerar, entonces recuperar, si acaso, el amor perdido o ausente o enmudecido de mis hijas.
Sólo se me ocurrió decirles esto a mis hijas cuando me pidieron que desapareciera: Me han dado diecisiete años de felicidad en estado puro, tal vez es justo que la vida me obligue a suspender un tiempo tanta felicidad, tal vez era egoísta de mi parte pedirle a la vida que la felicidad con ustedes fuese permanente, creciente y sin interrupciones, quizá esta abrupta e inesperada interrupción sea una manera de recordarme la suerte que tuve de ser su padre y compartir esos años felices con ustedes.
Aun así, no estaba preparado para que me dijeran: Desaparece. No quiero desaparecer. Trato de reaparecer pero no hay nadie, no hay respuesta. Duele. Algo habré hecho mal. No tengo claro qué hice mal.
Porque el origen del conflicto fue sin duda que me enamoré de una mujer y la dejé embarazada, y eso no puede haber sido un error. Y porque nada de eso lo hice deliberadamente en contra de ellas o imaginando que despertaría en ellas los celos contra esa mujer y nuestro bebé y la manifiesta hostilidad contra mí, una hostilidad que siendo adolescentes supongo que da cierto prestigio.
Yo también odié a mi padre cuando tenía la edad de mis hijas, pero yo odié a mi padre de niño, de adolescente, de grande, lo odié toda mi vida o toda su vida porque él me enseñó a odiarlo, él me educó en que la nuestra sería no una relación de amor sino una guerra sin cuartel.
De manera que no es lo mismo que lo que me pasó a mí con mi padre, porque yo no tuve diecisiete años de felicidad con él que se suspendieron bruscamente. Mis primeros diecisiete años, y todos los que vinieron después, sentí que no me quería o estaba avergonzado de mí o que yo le resultaba un estorbo irritante, y con mis hijas no ha sido en modo alguno algo parecido a eso, sino todo lo contrario: sus primeros diecisiete y quince años he tratado de hacerles sentir que ellas son lo más genial que me ha pasado, y aunque ahora no quieran verme, sigo sintiendo eso, y por eso lo último que les escribí fue que quizás es justo que la vida me castigue de esta manera sólo para apreciar o valorar lo espléndido que fue ser su padre cuando ellas todavía no querían que desapareciera un tiempo.
Lo que ahora me atormenta es que no sé cuánto tiempo me harán desaparecer.
Pero mentiría si dijera que no me duele pensar en que mis hijas prolongarán esta ausencia de mi vida por un año, por dos años, por tres años. Que es lo más probable, por otra parte: que cuando dejen de vivir con su madre y se vayan a estudiar a sabe Dios qué universidad, tal vez entonces se sientan solas y me extrañen y quieran que reaparezca en sus vidas. Pero eso me deja triste porque dos o tres años sin ellas me parecen décadas y porque no sé si estaré vivo cuando, con suerte, ellas quieran que regrese a sus vidas.
Entretanto, sólo puedo escribirles que son lo más genial y extraordinario que me ha pasado en la vida y que ninguna de las cosas que he hecho me da tanto orgullo como ser su padre.
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