lunes, 27 de diciembre de 2010

Nochebuena

Es nochebuena y estoy en un avión tomando vino blanco y café y comiendo chocolate y la cabina está vacía y el tripulante, que es un encanto, me trae más café y más vino y más chocolate, todo lo cual me hará algún daño hepático, pero es nochebuena y supongo que hay que celebrar.

Lo que hay que celebrar, me digo, no es que me encuentre en un avión desolado en nochebuena rumbo a Lima, la ciudad a la que nunca quiero volver y siempre acabo volviendo; lo que hay que celebrar, si algo hemos de celebrar con vino y café, es que este ha sido un año mágico para mí (si por magia entendemos que el azar se ha conjurado para favorecerme sin que yo lo esperase ni lo mereciera).

Sin duda ninguna (y yo no soy hombre de repudiar la duda), este año que se extingue ha sido extraordinario para mí, y lo ha sido principalmente porque he sido testigo de un número de accidentes que propicié sin querer y que acabaron teniendo un efecto benéfico en mi salud física y mental, que se hallaba, antes de la suma de dichos accidentes o colisiones conmigo mismo, bastante peor de lo que se encuentra ahora.

El primer evento azaroso y el más importante del año ocurrió cuando una amiga de curiosa perspicacia y espíritu aventurero me contó que se encontraba embarazada de mí. Desde luego, el embarazo no fue planeado por ella ni mucho menos por mí, y sin embargo nos llenó de una alegría que no cesa y se ha multiplicado con los meses. La desconcertante certeza de que seré padre a mi avanzada edad me ha devuelto un cierto espíritu risueño y me ha colmado de una felicidad completamente inesperada a mis años ya otoñales.

El segundo accidente que en principio pareció humillante y descorazonador para mí, pero que acabó siendo sorprendentemente benéfico y saludable, fue que, a pesar de que me esmeraba por hacer bien mi trabajo (si a salir en la televisión se le puede llamar un trabajo), fui despedido de un canal de la televisión peruana y ningún otro canal de ese país mostró interés alguno en contratarme (más bien, todos los canales mostraron un vivo interés en no contratarme). Mi primera reacción fue de tristeza y decepción, pues a nadie le gusta que lo despidan y menos cuando siente que está haciendo un trabajo bueno o al menos decoroso.

El tercer hecho fortuito que vino a perturbar el precario orden que había encontrado en Lima fue que la casa vecina al edificio en el que yo vivía fue demolida en un santiamén, como si hubiera sido arrasada por un huracán o un tornado, y, sin previo aviso, comenzaron a construir un edificio desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, detestable emprendimiento inmobiliario que resultó tan insoportablemente ruidoso que me obligó a escapar del apartamento en que malvivía para correr a pedir refugio en el apartamento de mi amiga embarazada, que tuvo la nobleza de acogerme con hospitalidad cuando yo me había quedado sin trabajo y sin casa.

Fue entonces, lamiéndome las heridas, cuando, otra vez la oportuna y sospechosa intervención del azar, me llamaron de la televisión de Miami y me ofrecieron un programa como el que siempre quise hacer en los Estados Unidos, el país del que elegí ser ciudadano; es decir, un programa de entrevistas caóticas sobre todo y sobre nada, un programa diseñado para hacer reír al público, un programa impregnado del aire fresco que trae el humor y de una inevitable cuota de cinismo que permita sobrevivir al espanto del maquillaje de todas las noches.

No fue una decisión fácil volver a la televisión de Miami, porque mi amiga y yo nos habíamos ilusionado con que el bebé naciera en Lima y yo quería respetar mi promesa de quedarme un año en Lima sin subirme a un avión, y porque la idea de tomarme un sabático de la televisión y dedicarme sólo a escribir ficciones resultaba a ratos tentadora (sobre todo, cuando fumaba un poco de hierbabuena). Pero el bebé me susurró al oído una noche (estoy seguro de haberlo soñado) que debía tomar el avión a Miami, que el futuro luminoso estaba allá, en esa isla donde he escrito casi todas mis novelas. No dudé en seguir su consejo: suerte la mía. Pues, en efecto, los duendes de la fortuna se alinearon o conspiraron para que firmase un buen contrato, me instalase en una casa de aquella isla que ya siento un poco como si fuera mía (la casa donde quiero vivir el resto de mi vida) y volviese a la televisión de Estados Unidos, cuyo público me recibió con un cariño que no merezco y de veras me conmueve.

Ahora que el avión comienza a descender tembloroso sobre los arrabales y los páramos polvorientos de ese berenjenal entrañable que llamamos Lima, me siento un hombre afortunado, pues mi vida ha cambiado radicalmente y para bien estos últimos meses: he sido premiado, sin merecerlo, con el amor, la paternidad, una cierta armonía que creía perdida y una desusada ilusión por reencontrarme conmigo mismo cada día.

Doy gracias a quien corresponda por haberme recordado que estar vivo es un evento fantástico que debo celebrar cada día y sobre todo cada noche, tumbado en una perezosa al lado de la piscina temperada a noventa y siete grados F, mirando la luna y contando las estrellas y hablándole al bebé que tal vez me escucha a lo lejos, el milagroso bebé que me guía y me salvó de la tormenta y me llevó a esa isla donde de pronto encontré algo parecido a la paz o la felicidad, una felicidad que espero compartir con mi chica y mi bebé.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El desaparecido

Originalmente, yo no quería ser padre.

Cuando digo originalmente, quiero decir cuando tenía veinticinco años y Sandra quedó embarazada de mí.

Alegué con vehemencia ante ella que si quería ser escritor, no podía tener hijos.

Sandra me obligó a ser padre y me demostró lo estúpido y cobarde que yo era entonces y descubrí que por supuesto era posible ser escritor y tener hijos.

No fueron hijos, fueron hijas. Sandra me dio dos hijas y me acostumbré a amarlas tan pronto como nacieron. No fue un esfuerzo amarlas. Las amé por puro instinto, porque era lo natural, como creo que ellas me amaron a mí.

No me impuse límites en el amor que les di porque recordaba con tristeza los límites que mis padres me impusieron de niño y porque creía y sigo creyendo que nunca se puede amar demasiado y que a tus hijos tienes que amarlos sin medidas ni reservas y que nunca es bueno dejarlos llorar hasta que se cansen de llorar, como escuchaba decir a mis padres cuando era niño y seguían llegando bebés a la casa; yo pensaba y sigo pensando que siempre es mejor prestarle atención y darle amor al bebé o al niño que llora y darle aquello que pide aun si no lo merece o lo necesita, pero si dárselo le dará una sonrisa, pues hay que dárselo.

Esa fue mi filosofía como padre durante diecisiete años: nunca las hagas llorar, siempre que puedas hazlas reír, dales lo que te pidan aunque no lo merezcan y dales todo el amor que sientas por ellas y no les impongas reglas o recortes a su libertad en nombre de la disciplina, ya la vida se encargará de imponerles las reglas y los recortes a su libertad, no seas tú quien juegue ese papel de comisario o censor, tú sé el papá payaso que las hace reír y las complace en todo.

Ahora me dicen que por eso tengo la culpa de que mis hijas sean como son: seguras de sí mismas, fuertes, con amor propio. Ahora me dicen que les di tanto amor y las engreí tanto que por eso saben bien lo que quieren.

El problema es que ahora están seguras de que lo que quieren es no verme más.

Entonces me dicen que yo tengo la culpa porque las engreí demasiado. No comparto esa idea. No se puede amar demasiado. Se ama todo lo que se ama porque el instinto te dicta amar. Y así fue siempre con mis hijas. Hasta que ellas se molestaron conmigo porque entró otra mujer a mi vida, y por consiguiente a sus vidas, y porque dejé embarazada a esa mujer y entonces supongo que ellas se sintieron invadidas, agredidas, atropelladas por esa mujer que venía a competir con ellas o a desplazarlas como las únicas mujeres que gobernaban mi vida, y su instinto adolescente (es comprensible, supongo) fue odiar a esa mujer y por extensión odiarme a mí, y aunque no hice nada para merecer que me odiasen, sólo enamorarme de otra mujer, ellas seguramente sintieron que ya no eran las únicas mujeres que gobernaban mi vida y se molestaron con la mujer que dejé embarazada y sobre todo se molestaron conmigo y me lo hicieron saber porque yo las eduqué en que me dijeran siempre lo que sentían y en que no me tuvieran miedo.

Pero cuando las eduqué en eso, en decirme la verdad sin tenerme miedo, no me imaginé que, después de diecisiete años de amor sin interrupciones, de pronto un mal día me dirían: No queremos verte más, desaparece de nuestras vidas.

No me lo dijeron, me lo escribieron: Desaparece de mi vida.

Fue duro leer eso. No estaba preparado en modo alguno para que mis mejores amigas me dijeran eso. Porque sentí que no era una pose ni un exabrupto, sentí que de veras no querían verme por un buen tiempo. Y sentí que cuando me decían desaparece de mi vida estaban diciéndome simplemente desaparece, es decir: si quieres, muérete.

Y yo sé que no me queda mucha vida y que en efecto voy a desaparecer de sus vidas y de la mía, pero no estaba preparado para que mis hijas me ordenaran que desapareciera así, tan de pronto.

Pero ahora debo desaparecer y no quiero desaparecer porque las extraño y pienso en ellas y les escribo y no contestan, y estar viviendo en esta isla en la que vivimos tanto tiempo juntos me trae demasiados recuerdos de ellas que, joder, a veces me hacen llorar. Pero lloro solo y en silencio y sin hacer dramas y simplemente cambio la canción que evocó el recuerdo hiriente o evito la calle que trajo a mi memoria aquella noche cuando salimos disfrazados a pedir caramelos.

No es fácil dejar de amar a quienes has amado los últimos diecisiete años y a quienes sigues amando a pesar de que ellas al parecer ya no quieren amarte o ya no te aman o están haciendo un esfuerzo por dejar de amarte. Yo no quiero hacer ese esfuerzo. Yo quiero esforzarme por seguir amándolas y por reanudar la complicidad que nos unía. Pero no es fácil. No es fácil porque no hay respuesta. No es fácil porque son orgullosas y rencorosas como yo. No es fácil porque su madre no sé si ayuda. No es fácil porque la mujer a la que amo y el bebé al que amo están en mi vida y no quiero que dejen de estarlo para, a cambio de esa ausencia que no podría tolerar, entonces recuperar, si acaso, el amor perdido o ausente o enmudecido de mis hijas.

Sólo se me ocurrió decirles esto a mis hijas cuando me pidieron que desapareciera: Me han dado diecisiete años de felicidad en estado puro, tal vez es justo que la vida me obligue a suspender un tiempo tanta felicidad, tal vez era egoísta de mi parte pedirle a la vida que la felicidad con ustedes fuese permanente, creciente y sin interrupciones, quizá esta abrupta e inesperada interrupción sea una manera de recordarme la suerte que tuve de ser su padre y compartir esos años felices con ustedes.

Aun así, no estaba preparado para que me dijeran: Desaparece. No quiero desaparecer. Trato de reaparecer pero no hay nadie, no hay respuesta. Duele. Algo habré hecho mal. No tengo claro qué hice mal.

Porque el origen del conflicto fue sin duda que me enamoré de una mujer y la dejé embarazada, y eso no puede haber sido un error. Y porque nada de eso lo hice deliberadamente en contra de ellas o imaginando que despertaría en ellas los celos contra esa mujer y nuestro bebé y la manifiesta hostilidad contra mí, una hostilidad que siendo adolescentes supongo que da cierto prestigio.

Yo también odié a mi padre cuando tenía la edad de mis hijas, pero yo odié a mi padre de niño, de adolescente, de grande, lo odié toda mi vida o toda su vida porque él me enseñó a odiarlo, él me educó en que la nuestra sería no una relación de amor sino una guerra sin cuartel.

De manera que no es lo mismo que lo que me pasó a mí con mi padre, porque yo no tuve diecisiete años de felicidad con él que se suspendieron bruscamente. Mis primeros diecisiete años, y todos los que vinieron después, sentí que no me quería o estaba avergonzado de mí o que yo le resultaba un estorbo irritante, y con mis hijas no ha sido en modo alguno algo parecido a eso, sino todo lo contrario: sus primeros diecisiete y quince años he tratado de hacerles sentir que ellas son lo más genial que me ha pasado, y aunque ahora no quieran verme, sigo sintiendo eso, y por eso lo último que les escribí fue que quizás es justo que la vida me castigue de esta manera sólo para apreciar o valorar lo espléndido que fue ser su padre cuando ellas todavía no querían que desapareciera un tiempo.

Lo que ahora me atormenta es que no sé cuánto tiempo me harán desaparecer.

Pero mentiría si dijera que no me duele pensar en que mis hijas prolongarán esta ausencia de mi vida por un año, por dos años, por tres años. Que es lo más probable, por otra parte: que cuando dejen de vivir con su madre y se vayan a estudiar a sabe Dios qué universidad, tal vez entonces se sientan solas y me extrañen y quieran que reaparezca en sus vidas. Pero eso me deja triste porque dos o tres años sin ellas me parecen décadas y porque no sé si estaré vivo cuando, con suerte, ellas quieran que regrese a sus vidas.

Entretanto, sólo puedo escribirles que son lo más genial y extraordinario que me ha pasado en la vida y que ninguna de las cosas que he hecho me da tanto orgullo como ser su padre.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La fuga de la lombriz

Besides a lie I own nothing
(Liu Xiaobo)

Hace ocho años conocí a un joven periodista argentino que vino a hacerme una entrevista en un hotel de Buenos Aires.

Nos hicimos amigos. No tardamos en hacernos amigos íntimos.

Durante ocho años, ese joven, Luis, no vivió conmigo, porque yo necesito vivir solo, pero sí vivió de mí, y sin privarse de nada. Lo mantuve, pagué todos sus gastos, lo llevé de viaje a medio mundo, le regalé un apartamento y un auto, le permití una vida cómoda y, cuando tuvo que trabajar, lo hizo desde mi apartamento en Buenos Aires, con la computadora que yo le había comprado en Miami, mandando videos para mis programas de televisión.

Hace unos cuatro años, sentí que mi amistad por Luis tendía a declinar. Sin embargo, no lo abandoné porque su hermana enfermó de cáncer, agonizó dos años y murió. Acompañé a Luis durante aquel tiempo doloroso, como lo acompañé en los funerales de su hermana.

Luego, sutilmente, fui alejándome de él. Por lo pronto, decidí no hacer más las entrevistas para canal 9 de Buenos Aires que me obligaban a ir a esa ciudad cada tres semanas. Eso me liberó de la servidumbre del viaje mensual a la Argentina. Estando en Miami y luego en Bogotá, procuré que las visitas que me hacía Luis fueran más esporádicas, lo que, como era previsible, desató sus quejas.

Yo siempre le había dicho a Luis que la nuestra era una relación de amistad, pero él se aferraba a la cursilería de que algún día se casaría conmigo en el hotel Alvear de Buenos Aires.

Por supuesto, Luis sabía que soy bisexual y en teoría aprobaba que yo estuviera con otras mujeres si me resultaba apetecible, pero los primeros años que pasé con él no me resultó apetecible estar con una mujer.

A fines de 2007, sin embargo, conocí a Silvia. Durante un año fuimos solo amigos, pero Luis percibía esa amistad con evidente recelo, aunque procuraba disimularlo. Luego Silvia y yo pasamos a ser amigos íntimos. No se lo conté a Luis para evitarme reproches. Luis lo descubrió espiando mis correos en un viaje a Sitges. Como era previsible, hizo una escena melodramática.

En otro ocasión, y por seguir espiando mis correos, Luis se enteró de que Silvia podía estar embarazada de mí (lo que fue sólo una falsa alarma). Era abril de 2009. Luis se desbordó en una escena de culebrón venezolano. Fue realmente embarazoso. La teoría de que yo, siendo bisexual, y siendo su amigo, podía estar con otra mujer, no resultaba siendo aprobada en la práctica. En la práctica, Luis actuaba como una pareja posesiva, celosa y despechada.

Por eso, este año pasé unos pocos días con él en junio, en Bogotá. Huelga decir que lo invité y que le di dinero para que se dedicase a su más ardiente pasión: comprar ropa, en particular zapatillas. Sin embargo, Luis se las ingenió para hacer su numerito de drama queen: como lo alojé en mi departamento y me fui a dormir a un hotel porque en el departamento dormía fatal por culpa de los perros que permitían vivir en el edificio y ladraban a toda hora, Luis hizo un escándalo, dijo que lo había abandonado y me obligó a traer desde Buenos Aires a Bogotá a una amiga suya para que lo acompañase en el departamento. Cuando por fin se fueron, tuve el presentimiento de que no vería a Luis en mucho tiempo. Su conducta había sido bochornosa. Cuando él quería tener sexo conmigo y yo me rehusaba educadamente, tiraba la puerta y gritaba vulgaridades y la verdad es que ya me daba vergüenza tener un amigo así.

Hace unos dos meses, Luis se enteró de que Silvia estaba embarazada de mí, de que ella y yo estábamos felices e ilusionados con el bebé en camino y de que no sabíamos si nacería en Lima o dónde.

Su primera reacción fue amable, pues me escribió felicitándome y diciendo que compartía nuestra alegría. Pero, como el tiempo habría de demostrar, era una reacción falsa, impostada.

Pues desde entonces, y una vez que me despidieron de la televisión peruana y me mudé a Miami, Luis se dedicó a intrigar telefónicamente contra Silvia, llamándome con insistencia para decirme que yo debía vivir solo en Miami y Silvia debía quedarse en Lima y tener al bebé en Lima. Esto, por supuesto, no lo decía Luis pensando en el bienestar del bebé, sino en su torturado deseo de venir a Miami a estar conmigo y alejar a Silvia de mí.

Hace poco, Silvia pasó dos semanas muy felices en Miami conmigo (felices, al menos para mí). Decoramos la casa, compramos la cuna, el coche y otras cosas para el bebé y decidimos que, como ahora yo vivo en Miami, tenía más sentido que nos atreviésemos a la aventura de que el bebé naciera en Miami. Además, la presencia de Silvia en mi casa me da paz, me hace feliz, no me siento invadido ni atropellado, ella es lo bastante delicada y sutil como para respetar mis espacios y dejarme respirar con libertad. De modo que hicimos un plan: si todo sale bien, el bebé nacerá en Miami.

Una vez que Silvia partió de regreso a Lima, llamé a Luis. Me dijo que quería venir a visitarme, pues no me veía hacía más de medio año, lo que le parecía un crimen abominable. Prometí averiguar costos de pasajes. En efecto, los averigüé y le dije que un pasaje en ejecutiva desde Buenos Aires a Miami costaba 7 mil dólares, y uno haciendo escala en Lima, 4 mil dólares, y que me parecía una locura gastar ese dinero. Además, le dije que me venía bien pasar unas semanas solo en mi flamante casa, la más linda de todas las que he vivido en esta isla, la casa en la que quiero vivir lo que me quede por vivir. 

Pero Luis se obstinó con venir a verme a Miami. Al día siguiente, me dijo que había conseguido una tarifa en American por 1,200 dólares y que él se la pagaría. Le pedí por favor que me dejara pensarlo. Pero Luis estaba seguro de que ya estaba acá en Miami y de que acá se quedaría un tiempo largo y ya se las ingeniaría para sembrar cizaña contra Silvia y apartarla de mí.

Pues el arrogante mozalbete argentino (si tal frase no es una tautología en sí misma) se equivocó. Con delicados modales, le dije que no quería que viniese, aun con esa tarifa tan conveniente, pues quería estar solo en Miami y no me hacía ilusión verlo, no sentía ya ganas de verlo. Como se puso agresivo, le dije que la sola idea de tenerlo cerca de mí me provocaba “repugnancia”.

Jamás hubiera imaginado la venganza de Luis. Fui yo quien decidió que no quería verlo. Por consiguiente, si estaba ofuscado o humillado, Luis debió insultarme a mí.

Pero no: Luis, cobardemente, escribió un comentario anónimo al blog de Silvia (www.algomeolvido.com). Textualmente, escribió esto que Silvia leyó el día que nuestro bebé cumplía cinco meses de embarazo: “El embrujo que me hiciste ya venció y ahora la maldición caerá sobre ti y tu podrida barriga, puta de mierda”. Delicado, el muchacho. Aludió a un inocente bebé como “podrido” y llamó (como la llama mi ex esposa Sandra) “puta de mierda” a Silvia, la madre de mi bebé.

Silvia me contó que había leído ese comentario y le había hecho daño sentir tanto odio y presentía que provenía de alguna persona cercana a mí. Hice mi lista de sospechosos habituales: Sandra, mi hija Camila y Luis. A los tres les mandé un correo diciéndoles que tenía el IP del comentario malvado y que rastrearía la dirección y daría con el autor de la vileza.

El cobarde de Luis se meó los pantalones apenas supo que tenía su IP. Confesó de inmediato. Pero confesó insultándome e insultando a Silvia de un modo arrogante, se diría que de un modo típicamente argentino. Luego me dijo que se iría de mi departamento (donde vivió los últimos cinco años, un departamento con vistas al campo de rugby de San Isidro que ahora he recuperado para mí mismo) y me injurió con procacidades y canalladas que mi memoria ha purgado con buen tino. Sólo recuerdo que ponía un énfasis insidioso en burlarse de mi gordura. Pues sí, soy gordo, y a mucha honra, pero no soy un cobarde que le escribe anónimamente a una mujer embarazada diciéndole que su barriga está “podrida”.

Como sabe que lo que hizo fue miserable, Luis se retiró ese mismo día de mi departamento, entregó las llaves al portero y huyó a España, aterrado de que yo contratase a un par de matones que le partiesen la cara. Que no se sienta tan a salvo en España, que allá tengo algunos amigos patibularios que podrían partirle las rodillas.

Lombriz, parásito, sanguijuela: viviste chupándome la sangre durante ocho años, ahora búscate un trabajo. Cobarde lombriz argentina, no te atrevas a meterte con mi chica y mi bebé, que te convertiré en chorizo o en chinchulín.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La plata llega sola

Este año ha sido una montaña rusa para mí. Probablemente ha sido el más impredecible de mi vida. Espero que el próximo sea más tranquilo.

Comencé el año en Bogotá. Vivía en el hotel Portón, en la calle 84.
Hacía un programa de televisión en NTN. Eran los meses de la campaña presidencial colombiana. Cuando empecé a mostrar simpatías por el candidato Antanas Mockus, vino al hotel el jefe de la policía secreta colombiana, Felipe Muñoz, y me dijo que, siguiendo instrucciones del entonces presidente Uribe, debía comunicarme algo de extrema gravedad: que sus espías en Caracas habían descubierto que Hugo Chávez había ordenado a sus sicarios que me matasen y que debía irme cuanto antes de Colombia.

Ahora creo que el policía colombiano, íntimo de Juan Manuel Santos, me mintió, quiso asustarme y pensó que saldría huyendo. Le dije: No se preocupe, Felipe, tengo una enfermedad terminal, moriré en seis meses, de modo que si Chávez me mata antes, me hará un gran favor. Y me quedé en Bogotá. Y Santos ganó la presidencia porque Mockus cometió la torpeza de decir que admiraba a Chávez.

Una vez que los colombianos eligieron a Santos, decidí mudarme a Lima. En ese momento, estaba seguro de que sería candidato presidencial en las elecciones peruanas. Un partido menor, Cambio Radical, me apoyaba. Pero a poco de instalarme en Lima, dicho partido respaldó, sin consultarme, la candidatura a la alcaldía de Lima de un simpático asaltante de caminos llamado Álex Kouri, deslealtad que me obligó a romper mi alianza con los politicastros y bribonzuelos de Cambio Radical.

Fue entonces cuando quien era mi amigo, el abogado Enrique Ghersi, me animó con entusiasmo a fundar un partido político, que él quería llamar “No Nos Ganan”, y me aseguró que podía recoger medio millón de firmas antes de fin de año. Con parejo entusiasmo, me pidió 300 mil dólares para ponerse en campaña a recolectar las firmas. Delicadamente, me excusé y no le di el dinero.

Ya mi relación con Enrique se hallaba deteriorada debido a que su elefantiásica mujer se empeñaba en fumar cigarrillos y echarme el humo en la cara, una grosería que ella hacía a sabiendas del fastidio que me provocaba. Ello originó mi determinación de no ver más a la adiposa señora y en cierto modo propició mi distanciamiento de su esposo, que por otra parte, siendo lo erudito y encantador que es, cometió una vergonzosa ruindad al defender, durante la dictadura de Fujimori, pagado por los empresarios Crousillat, a un reportero de televisión, a sabiendas de que dicha alimaña era culpable de drogar y abusar sexualmente de menores de edad. Decidí entonces que no era conveniente para mi salud ser amigo de una fumadora grosera y un defensor de pedófilos.

Sin embargo (y ahora me río recordando estos frecuentes brotes de idiotez en mí), no renuncié a mi ambición de ser candidato presidencial. En efecto, me reuní con la plana mayor de Acción Popular (una reunión en la que el más joven debía de contar 75 años y en la que yo rezaba para que nadie se nos muriera allí) y acordamos que sería el candidato de Acción Popular. Luego de la reunión, y como alguien me había susurrado que un tal Lescano quería ser candidato del partido, hice llamar al amigo Lescano, lo cité en un café y, sin perder tiempo, le pregunté si él sería candidato de Acción Popular, puesto que en ese caso yo no competiría con él en las primarias. Lescano me dijo que lo estaba pensando o evaluando o meditando o sopesando, es decir, me dijo entrelíneas que sí quería ser candidato y que me llamaría. Por supuesto, no me llamó. Por consiguiente, decidí no inscribirme en Acción Popular.

Fue entonces cuando cité en el mismo café a un joven emprendedor, Gonzalo Aguirre, quien, junto con Drago Kisic (que tuvo suerte de no llamarse Droga Kisic), tenían o tienen un partido o secta o cofradía o club de amigos inscrito para participar en las elecciones presidenciales. Le dije a Aguirre que quería ser candidato de ese partido llamado “Todos por el Perú”. Aguirre se entusiasmó. Organizó una reunión con la plana mayor de su partido, unos veinte ganapanes más o menos vencidos por el soponcio que me sometieron a un interrogatorio pintoresco que duró cuatro horas. Días después, Aguirre me dijo que su partido me había aceptado como candidato presidencial. Magnífico, le dije. Luego llegó un lunes y Aguirre quiso verme con una incomprensible e impostergable urgencia. Yo me encontraba enfermo y no podía verlo y le hice saber que no podía atenderlo. Por misteriosas razones, Aguirre me dijo que entonces ya no sería candidato presidencial de su secta o cofradía “Todos por el Perú” (siendo “todos” unos dieciocho o veinte ciudadanos apelmazados).

No me quedó entonces más remedio que llamar a Lucho Bedoya el viejo, y cuando digo “el viejo’ lo digo con respeto y admiración, porque Lucho Bedoya se aproxima a cumplir un siglo de vida y sigue creyendo que Lourdes Flores va a ser presidenta del Perú, cuando sería más realista postularla al Club de Corazones Remendados. Algo desconcertado por mi llamada, me citó en su estudio jurídico (una casa en Miraflores que parecía un salón de velatorios o una funeraria). Asistí puntualmente. El doctor Bedoya fue amable y cordial. Hablamos dos horas. Por momentos se perdía, divagaba, contaba zarandajas de su infancia o su juventud que no remataba, pero cada siete minutos exactos entraba una señorita y le daba una taza de café negro y lo revivía con esa dosis de cafeína pura que lo mantenía lúcido y erecto. Le dije a Bedoya que quería ser candidato del PPC, el Alan de la derecha peruana. Bedoya me dijo: Yo ya estoy retirado, hijo, ahora la que manda es Lourdes. Luego me recomendó (lo que yo interpreté como una señal de que Bedoya sospechaba que Lourdes no vería con simpatía mi postulación) que me dedicase a recolectar firmas para mi propio partido. No lo noté entusiasmado. Sin embargo, me llamó a los dos días al celular y me citó en su estudio y me dijo que nos reuniríamos Lourdes, él y yo. Quedamos a las siete de la tarde. Calculé cuidadosamente la jugada. Pensé: Lourdes me va a pedir que la apoye sin reservas en la campaña municipal, que sea su fiel escudero desde la televisión y que, luego de que ella gane (si gana, y nunca gana), ya hablaremos de mi eventual candidatura presidencial. Pero yo sabía de buena fuente que Lourdes no me quería como candidato, sólo quería manipularme para que yo la apoyase desde la televisión en la campaña municipal, pues ella tenía una alianza o pacto de honor con el pícaro cobrador de peajes Luis Castañeda, en virtud del cual Castañeda se inhibió de ser candidato presidencial el 2006 (cuando tenía estupendos números en las encuestas) y Lourdes se inhibiría de serlo el 2010 y apoyaría al cobrador Castañeda (alianza que al final se frustró porque el cobrador de peajes, que tonto no es, se negó a subir a su partido al PPC y de paso a Cataño). Por eso no dudé en llamar al estudio de Bedoya y abortar la reunión, porque advertí que Lourdes no quería apoyar mi candidatura presidencial sino usarme para ganar la alcaldía, que, por supuesto, perdió. La señora de pies de rinoceronte subestimó mi malicia. Sin necesidad de verla, supe cuál era su juego y le hice jaque mate antes de que ella moviera peón. Mi padre fue un gran jugador de ajedrez y algo aprendí de él.

Por último, invité a cenar a mi casa al presidente Alan García, accidente genético que gobierna al Perú. Cuando García hundió sus oceánicas posaderas en el sofá, sentí un crujido ominoso y temí que el mueble se partiría en cuatro. Alan me animó a ser candidato. Le dije que no tenía suficiente dinero y mi madre no se manifestaba. Le pregunté cuánto ganaba el presidente del Perú. No parecía saberlo ni preocuparle. Algo así como 3 mil dólares al mes, me dijo. Con esa plata no puedo mantener a mi familia por cinco años, le dije. Y no soy un ladrón ni tengo ganas de aprender el oficio, añadí. Alan soltó una risotada y sentenció la frase de la noche: “No seas cojudo, hombre, la plata llega sola”.

Luego García dijo algo que me pareció gravísimo: que si el señor Humala gana las elecciones, él propiciará un golpe de Estado e impedirá, quebrantando la ley, que Ollanta Humala sea presidente. “Aunque me metan preso, Humala no será presidente”, se pavoneó García.

Aquella noche me quedé pensando que en efecto es así como se hace política en el Perú: con absoluta falta de escrúpulos, pasando el sombrero y esperando a que la plata llegue sola, que es una manera sutil y tramposa de decir que la plata llega por debajo de la mesa, en maletines, en coimas y cuentas secretas.

Fue esa noche que decidí que no sería candidato presidencial en esta elección peruana ni en ninguna elección a ningún cargo público y recordé que hacía veinte años me había propuesto ser un escritor y me prometí que dedicaría lo que me quedase de vida (que no ha de ser mucho) a seguir siendo un escritor, un oficio incompatible con el del político profesional.